martes, 22 de septiembre de 2009
Nada por la patria. (39)
Decir que nadie en Cataluña desea el monolingüismo catalán sería sin duda exagerado. Resulta por completo veraz, en cambio, afirmar que los partidarios de ese monolingüismo son -como los defensores del monolingüismo español o castellano- una ínfima minoría. Lo normal -concepto estadístico, recuérdese: la curva de Gauss, lo que más hay y todo eso-, lo normal estricto en el conjunto de la población catalana es ser bilingüe. Basta escuchar para comprobarlo (parar l´orella se dice ne catalán). Bilingüe y, encima, bilingüista.
Puede que en alguna oscura aldea del Cadí, poblada por viejos vaqueros semianalfabetos que cultivan su acre de tierra avara con aperos arcaicos, quede algún auténtico partidario del monolingüismo catalán, más que nada porque su dominio del español es escuálido y tiene derecho, un derecho qué caramba chomskiano, a exigir que todo se haga en la única lengua en la que puede sentirse de veras competente, en la lengua en la que puede sentirse de veras competente, en la única que le permite no sufrir un complejo de inferioridad añadido a los muchos que ya padece por mor de su nada favorable situación en la geografía, la pirámide socioeconómica y la injusta distribución de bienes culturales.
Esa entrañable reliquia rupestre merece todos los respetos y protecciones, pero -no se olvide que la conurbación barcelonesa, donde las personas de familia "castellana" son las que más abundan, tiene cuatro millones de habitantes, es decir las dos terceras partes de Cataluña- el conjunto de la población catalana lo que quiere es seguir disponiendo de las dos lenguas propias y oficiales del país. Quiere, tan chomskianamente como aquel pobre aldeano del Cadí, ser competente en la lengua que puede hablar con los habitantes de Alcoi, Fraga, Andorra (aunque ahí suelen resultar más útiles el español o el portugués) y Perpignan (donde de todos modos gana de calle el francés), pero quiere también que sus hijos sepan hablar y escribir como cualquier otro nativo el idioma que les permitirá entenderse con aquella cubana ardiente y aquel argentino que según parece hace tan bien el amor pese a Lacan y con algo así como 387 millones de personas más.
¿Cómo, teniendo en cuenta esa realidad palmaria, se ha podido implementar desde el gobierno autónomo la política lingüística más discriminatoria del mundo (recuérdese también: del mundo democrático parlamentario), por más que a esa discriminación flagrante la llamen "positiva"? ¿Cómo se ha podido lograr que los negros votasen a favor de que sus hijos se libraran de la discriminación a cambio de sumergirse durante trece años en lejía hasta ponerse blancos blanquísimos y conservar solo manchas leves y más bien cochambrosas de su negrura originaria? ¿Cómo se ha logrado impedir que miles de castellanohablntes nacidos en Cataluña -la mitad de la población total y dos tercios de la urbana- salieran a la calle exigiendo que sus hijos tuvieran en la escuela los mismos derechos lingüísticos que los hijos de puertorriqueños recién desembarcados en el Bronx neoyorquino?
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