martes, 1 de diciembre de 2009
El editorial de los tres mil millones de pesetas
La opinión de Juan Antonio Cordero en el Blog de Impulso Ciudadano.
http://www.impulsociudadano.es/2009/11/el-editorial-de-los-tres-mil-millones-de-pesetas/
Hace tan sólo unos días, en el Senado francés se presentó un proyecto de ley orientado a impedir que las empresas o grupos industriales con contratos o relaciones económicas significativas con la Administración pública pudieran controlar medios de comunicación (prensa, televisiones, radios) de carácter privado. El argumento (1) del proponente, el senador socialista David Assouline, se basaba en la defensa de la independencia de los medios de comunicación como pilar de la democracia, y en la imposibilidad de garantizar esa independencia de los medios cuando éstos o sus propietarios dependen en gran medida del poder político, ya sea a través de contratos industriales o de subvenciones y ayudas directas. En Francia, como en cualquier sociedad abierta, la independencia de los medios preocupa porque es considerada imprescindible para un sistema democrático robusto.
En Cataluña, la independencia de los medios también preocupa, aunque en un sentido ligeramente distinto: más que un bien a proteger, es un fenómeno del que recelar, al que se teme y se combate. Con un remarcable éxito, como no se privan de reconocer los responsables gubernamentales (“Podemos ayudar, pero sobre todo, podemos hundir un medio [de comunicación]”, decía el jefe de prensa de Jordi Pujol (2)). Si una ley similar a la que se ha discutido estos días en Francia hubiera sido aprobada en Cataluña, los catalanes nos habríamos levantado al día siguiente en medio de un ensordecedor silencio mediático; tal es el nivel de sumisión del llamado “espacio de comunicación catalán” respecto al poder autonómico. Nos habríamos quedado de repente, por no hablar más que de grandes diarios catalanes, sin La Vanguardia y sin Avui, sin El Periódico de Catalunya, sin El Punt. Más aún: nos habríamos quedado sin el editorial que tales medios, y otros con parecidas servidumbres, lanzaron al mundo el pasado jueves, 26 de noviembre.
Este editorial, que se tituló “La dignidad de Cataluña”, ha costado a los catalanes cerca de tres mil millones de pesetas. 17,6 millones de euros, si se prefiere. Ese es el dinero público que la Generalidad derramó el año pasado entre los diarios catalanes, fundamentalmente entre los más afines al nacionalismo (3). Ese es también el precio de la indignidad de Cataluña (sin comillas), al menos, de la Cataluña revelada que habla por boca de los famosos doce diarios en nombre de todos los catalanes. Una Cataluña que, en el mejor de los casos, representa al escaso 36% de los ciudadanos catalanes que apoyaron en las urnas el Estatuto de Autonomía de 2006, tras tres años de intenso bombardeo político-mediático; y en el peor, al puñado de familias que en el Principado trajinan y se reparten indistintamente el poder político, económico, mediático y el de la llamada “sociedad civil”, cuyo fresco más conseguido probablemente sea el de los detenidos en las operaciones Pretoria y Orfeó Català, Millet y Montull, Muñoz, Alavedra y Prenafreta. Una Cataluña que lleva viviendo treinta años (o más) del monopolio de las grandes palabras y de la exclusión sistemática de la mayoría de ciudadanos catalanes, y que ahora vuelve a impostar la voz para hablar en nombre de gente (los ciudadanos catalanes) a la que, como en la canción de Serrat, no tienen el gusto de conocer.
El editorial de los tres mil millones de pesetas. Como todas las cifras y titulares redondos, se imponen algunas aclaraciones. La primera es que, por supuesto, “La dignidad de Catalunya” no es el único pago de la prensa agraciada por los favores de la Generalitat a los conglomerados mediáticos catalanes; en realidad, la complacencia de los periódicos catalanes respecto al mando en plaza (tanto con socialistas como con convergentes), el gregarismo y la exclusión mediática de la oposición al turnismo catalán son fenómenos bien conocidos y han quedado en evidencia en muy numerosas ocasiones, aunque en pocas con el desparpajo con el que se muestra ahora. La segunda es que la cifra se refiere únicamente a subvenciones directas en un solo año, 2008 (el último del que hay cifras globales). Sí se conocen algunos datos de 2009 (4): 1,4 millones para el Punt (más de 4 euros de subvención por ejemplar vendido), 1,3 para El Periódico de Catalunya, 1,1 para el varias veces quebrado, y siempre rescatado a costa del erario público, diario Avui. Otros años el reparto ha sido aún más suculento (32 millones de euros en 2003). Y la subvención pura y simple no es, desde luego, la única forma de garantizarse la docilidad de los medios: hay otros instrumentos económicos (publicidad institucional, suscripciones colectivas de centros públicos, bibliotecas, etc.) o directamente para-policiales (listas negras gubernamentales, informes reservados de la Generalidad sobre el nivel de “afección” de medios y periodistas al régimen, por citar un par de ejemplos) de los que el nacionalismo gobernante ha hecho uso sin reparos para mantener la placidez de las aguas del oasis mediático catalán. El simple vistazo a las subvenciones directas anuales y sus mareantes magnitudes es, sin embargo, suficientemente revelador del sarcasmo que supone hablar de independencia y representatividad al referirse a la prensa catalana – y más en concreto a la prensa catalana que firma el editorial (no en vano la lista de medios más beneficiados por estas “ayudas” corresponde casi milimétricamente a la de agradecidos “abajofirmantes” del texto).
II
Conviene, por tanto, situar la iniciativa en su justa medida; y a los promotores declarados, en su justo lugar. Pese a la autocelebración nacionalista del mito de la “sociedad civil en marcha”, que sale en tromba en defensa del Estatuto catalán, lo cierto es que el ampuloso editorial tan sólo evidencia hasta qué punto los diarios catalanes (buena parte de ellos) se han convertido en obedientes terminales mediáticas del nacionalismo hegemónico. Y evidenciará, a través de sus fogosas adhesiones, hasta dónde llegan los tentáculos de un poder que emplea el dinero de todos en proteger los privilegios de unos pocos. Ni existe ni ha existido en Cataluña ninguna presión cívica o social a favor de la reforma estatutaria, porque ésta apareció desde el principio como una extravagancia ajena a las preocupaciones más importantes de los ciudadanos catalanes, impuesta por los intereses de una clase política carente de ideas y cuyo debate se ha prolongado agónicamente durante tres agotadores años (que han continuado después con parecida tónica) en los que se ha mezclado la irresponsabilidad con el tacticismo, la mezquindad con la torpeza y la frivolidad con el cinismo.
La reacción de los catalanes ante el penoso espectáculo dado por sus políticos en la legislatura estatutaria, y en sus infinitas derivaciones, es tan nítida que no hace falta ningún intérprete de su signo: la verdadera actitud de la verdadera sociedad civil catalana respecto al Estatuto, sus instigadores, sus artífices y sus cómplices se concretó en una abstención mayoritaria y récord, un respaldo sorprendentemente bajo en las urnas (habida cuenta de la unanimidad de la Cataluña oficial) y una desconfianza histórica hacia los partidos, los dirigentes y las instituciones autonómicas, que no ha hecho más que acrecentarse con las peripecias estatutarias posteriores. Si los responsables mediáticos estuvieran realmente preocupados por la “dignidad de Cataluña”, sea lo que sea tal cosa, harían bien en buscar noticias de su funeral en los archivos de esa época y pedir responsabilidades por su asesinato a los que hoy les pasan, complacidos, la mano por el lomo.
No es el caso, por supuesto. En lugar de ello, el storytelling puesto en marcha por Montilla, sus editorialistas de cabecera y, en general, la poliédrica maquinaria propagandística del nacionalismo ha invertido ingentes cantidades de audacia y creatividad en hacer pasar lo blanco por negro. Porque se requiere audacia para convertir el hastío generalizado de los catalanes con la clase política implicada en el Estatuto (Montilla a la cabeza); en una misteriosa “desafección” hacia España de la que Montilla es sumo sacerdote, y que irá a más (se dice) si los mismos políticos que han agotado la paciencia de los catalanes durante tres largos años no se salen con la suya en su chantaje a las instituciones del Estado. Hace falta valor para pretender que la sociedad catalana, que respaldó masivamente la Constitución Española (91% de votos a favor, 67% de participación) y se abstuvo también masivamente en el Estatuto de 2006 (78% de votos a favor, 49% de participación), va sin embargo a enfrentarse al TC por hacer su trabajo y poner a los políticos catalanes (y a sus necesarios cómplices en las cúpulas de los principales partidos nacionales) ante su propia responsabilidad, la de haber hecho perder a los catalanes una legislatura y media en conflictos identitarios que sólo interesan a quienes los atizan, la de haber azuzado frívolamente el enfrentamiento entre catalanes, con los demás españoles y con las instituciones del Estado para tapar una mediocridad tercermundista, especializada de utilizar el poder autonómico para dividir a los ciudadanos catalanes en lugar de velar por su cohesión y su progreso. Y hace falta descaro para llamar gravemente “sociedad civil” a lo que no es más que el embozo que emplean los partidos catalanistas para seguir marcando la agenda política cuando su descrédito y la “desafección” de los ciudadanos son demasiado acusados para poder hacerlo a cara descubierta.
No hay ninguna originalidad en el editorial único de las doce cabeceras. Todo suena a dicho y redicho, manoseado, gastado, vacío. Langue de bois (lengua de madera) en estado puro. Los lugares comunes, las medias verdades y las falsedades enteras, el empalagoso lloriqueo, las lágrimas de cocodrilo, los sofismas y las dulzonas amenazas veladas que arman el mensaje del artículo; si hay alguna novedad, es quizá la tosquedad y la falta de finezza de la maniobra orquestada por el conglomerado político-mediático nacionalista. Por eso mismo resulta agotador detenerse a rebatir una y otra vez las mismas falacias, tan pobremente argumentadas como es habitual, sólo porque al poder nacionalista, tan sobrado de medios como siempre, se le agotan las ideas, las razones y el propio futuro, y no se le ocurre nada mejor para alejar a sus fantasmas que subir el volumen y dejar sonar el mismo disco que lleva atronando los sufridos oídos de catalanes y no catalanes desde hace ya demasiados años.
Es agotador insistir en lo obvio contra lo obstinadamente tramposo, pero hay que hacerlo; porque si es grave que un medio de comunicación intoxique, aún lo es más que varios de ellos se pongan de acuerdo para lanzar sobre la sociedad catalana y española una cortina de tinta y humo con la que cubrir la retirada de una clase política que debería rendir cuentas por una vez ante los ciudadanos, en lugar de seguir jugando al escondite. Hay que reiterar, por ejemplo, que los catalanes pagamos impuestos exactamente igual que la inmensa mayoría de los demás ciudadanos españoles, y que el “privilegio foral” es en España una excepción que el nacionalismo querría convertir en norma, pero que otros desearíamos ver convertida en historia. Hay que insistir en que los catalanes nos enfrentamos a la “internacionalización económica”, ciertamente, sin los cuantiosos efectos de la capitalidad de un Estado (en eso estamos como la inmensa mayoría de los demás españoles), pero con el lastre agregado de una política provinciana, reaccionaria, mezquina, excluyente y torpe que nos obliga a girar eternamente en la noria de la identidad, que constituye el verdadero y vergonzante “hecho diferencial catalán”, inédito más allá del Ebro: una política de la que la máxima expresión es precisamente el Estatuto de Autonomía que el TC sigue examinando, y de la que los máximos responsables no están en Madrid (como no sea por omisión), sino mucho más cerca. Hay que volver a decir que los catalanes no hablamos una lengua, sino dos; y que no aspiramos en modo alguno a que la lengua “sea amada” (allá cada cual con sus afectos), como empalagosamente pretende el editorial; sino que nos limitamos a exigir que ambas se respeten sin imponerse, porque esa y no otra es la “identidad catalana”, plural y bilingüe, que se protejan los derechos de los hablantes de una y otra lengua en lugar de excluir, como excluye el Estatuto y llevan excluyendo los políticos regionales desde el principio de la autonomía, a más de la mitad de los catalanes por hablar principalmente una lengua “impropia” que comparten con todos los demás españoles.
Hay que decir, sobre todo, que las pensamientos de los catalanes están “ante todo” en los mismos sitios que la de los españoles de otras regiones: en el impacto de la crisis en nuestras vidas, en la hipoteca, en los riesgos para el empleo, en la calidad de la educación, en la persistencia en Cataluña de desigualdades según dónde nazcas, dónde crezcas, qué hables. En el culto subvencionado a una patria que da miedo. En la desnaturalización de una democracia cuyo nombre se toma en vano para crear problemas nuevos y sacar tajada de los existentes, pero nunca para resolverlos; una democracia que se encoge ante cada avance de la tribu, de la intimidación y del chantaje que aguardan su turno en el caballo de Troya del Estatuto; una democracia que palidece ante el obsceno amancebamiento entre poderes, entre intereses públicos y privados, entre “políticos y periodistas”, como denunciaba recientemente Josep Cuní y ratifica el editorial de las doce cabezas. La dignidad de cada ciudadano de Cataluña es suya, personalísima e intransferible, y el grosero intento de instrumentalizarla y ponerla al servicio de intereses políticos particulares y perfectamente identificables revela una falta de escrúpulos por parte de los editorialistas que haría enrojecer a cualquier demócrata.
III
La carga en profundidad del editorial se condensa en sus tres últimos párrafos. Se presenta como una coacción en toda regla al Tribunal Constitucional, dentro del esquema clásico de la literaria confrontación entre una Cataluña felizmente pastoreada por los editorialistas y sus patrones, y una España unida en su ferocidad anticatalana. El nacionalismo cultiva con esmero esta imagen, este choque de trenes que sobrevuela todo el editorial. Tanto es así, que buena parte de la sociedad catalana y española, tanto la más comprensiva con el nacionalismo como la más beligerante, ha acabado asumiéndola.
Es, sin embargo, otra de las ficciones nacionalistas que han invadido el debate político catalán en las últimas décadas. El enfrentamiento ficticio entre Cataluña y España esconde una pugna entre catalanes; más concretamente, entre la voluntad excluyente, monopolística y uniformizadora del nacionalismo y la realidad plural, diversa y libre de una sociedad catalana dinámica y abierta que no se reduce a una sola lengua, que no se resigna al pensamiento único identitario, que se niega a vivir permanentemente entre la nostalgia, el resentimiento y el miedo y que no tiene necesidad de negar ni sus lazos con el resto de España, ni su propia pluralidad de ideologías, de identidades y de formas de vivir. El nacionalismo no puede aceptar esa pluralidad porque el monopolio del “ser” catalán es lo único que le impide aparecer ante la sociedad como lo que es, una estructura de poder sin más objetivo que la conservación de sus privilegios, la defensa de sus intereses de clase y la reproducción del puñado de familias que hacen y deshacen a la sombra de la bandera cuatribarrada… o de cualquier otra. Pero esa pluralidad existe y existe con naturalidad, como cualquiera que conozca Cataluña puede comprobar en la calle, en los comercios, en cualquier ámbito ajeno al entramado oficial catalanista. El conflicto entre la Cataluña que es y la Cataluña que el nacionalismo quiere que sea es insoslayable, y en realidad lleva soterrado, aunque latente, más de treinta años. Es ese conflicto el que explica que la sociedad catalana sea favorable a un sistema educativo bilingüe mientras la clase política nacionalista se empeña en diseñar una “sociedad civil” de cartón-piedra que defiende con disciplina militar la exclusión de la lengua mayoritaria de la educación. Es ese conflicto el que explica que los ciudadanos se consideren sin problemas catalanes y españoles (como reconoce amargamente el líder del primer partido –nacionalista– catalán, Artur Mas (5)), mientras los líderes políticos oscilan entre la amenaza y el fomento de la identidad catalana construida sobre la negación de España. Es ese conflicto el que explica por qué, en definitiva, la furia desesperada del establishment catalán, que moviliza todos sus cartuchos a favor de un Estatuto de Autonomía manifiestamente inconstitucional, contrasta tan vivamente con la indiferencia de una ciudadanía que ni lo deseaba, ni lo consideró relevante, ni se preocupó de votarlo, ni desde luego moverá un dedo para salvarlo de nada. A lo sumo, lo moverá, si el TC hace su trabajo, para felicitarse discretamente por el final de la alocada carrera a ningún sitio que ha supuesto la reforma estatutaria y volver tranquilamente al trabajo.
IV
Pese a todos sus recursos económicos, políticos y mediáticos, pese a la enorme cantidad de ficciones que se pueden construir desde los despachos oficiales del poder autonómico, pese a las “sociedades civiles” más o menos fantasmales que se pueden invocar para que acudan al rescate de sus derrapes identitarios, el nacionalismo hegemónico, ese que se mueve como pez en el agua igual en partidos, sindicatos y patronales, en los pasillos del Parlament y de los palacios de la Plaza San Jaime, en las escalinatas del Palau de la Música o en las redacciones de los grandes periódicos, radios y televisiones; ese nacionalismo es consciente de que en la pugna que sostienen sus ensoñaciones fantasmagóricas contra la sociedad de ciudadanos de carne y hueso, la realidad y su espontánea diversidad tienen el futuro de su parte y todas las de ganar. Por eso recurren, por eso han recurrido históricamente a las instituciones del Estado para que Madrid apuntale una posición que están muy lejos de tener garantizada en Cataluña. Y los grandes partidos nacionales se han prestado a ello: a cambio de diferentes prebendas y favores, la clase política nacional ha preferido proteger el imperio del nacionalismo en Cataluña y validar su estrategia de exclusión y homogenización social. “Pacta sunt servanda”, recuerdan quejosos los editorialistas: éstos son los misteriosos “pactos profundos que han hecho posibles los 30 años más virtuosos de la historia de España” que el editorial agita ante el TC. Unos pactos que no tienen, por supuesto, nada que ver con el gran Pacto cívico entre ciudadanos que dio lugar a la Constitución de 1978, contra el que el Estatuto y toda la estrategia nacionalista atenta con ostentación y jactancia; sino más bien con el cínico reparto de influencias entre dos oligarquías políticas que prometen no interferir en los negocios del otro e ir a medias en los beneficios.
El nacionalismo vuelve a pedir ayuda al Tribunal Constitucional. De forma desabrida y altisonante, con esa insidiosa combinación de zalamería e intimidación que tan bien maneja el catalanismo cuando trata con “Madrid”; pero vuelve a pedir ayuda para que el máximo intérprete de la Constitución cierre los ojos al despropósito que tiene ante sí y dé luz verde a un Estatuto de Autonomía que culmina la estrategia de erradicación o invisibilización de la pluralidad catalana, de exclusión de las identidades no nacionalistas en Cataluña, de marginación de la lengua propia de la mayoría de ciudadanos catalanes, de silenciación de la disidencia, de asfixia de la Cataluña libre y mestiza que late en la calle en beneficio de la Cataluña pequeña, tristemente pura, que han diseñado en los despachos. El TC no tiene que valorar si acepta o no las demandas anticonstitucionales de Cataluña; si no, más bien, si toma o no toma partido a favor de la oligarquía nacionalista que habla desde hace décadas en nombre de Cataluña, que desde hace décadas se sirve de ella (de sus ciudadanos) y desde hace décadas conspira contra su diversidad, sangra sus recursos (humanos y materiales), penaliza la discrepancia y excluye al discrepante, boicotea su progreso y busca la manera de hacerla encajar en sus rígidas fantasías.
Hay un solo punto en el que el editorial de las doce cabezas tiene razón: el reto que el Tribunal Constitucional tiene ante sí no se limita a resolver el recurso de un partido político contra una ley orgánica. El sistema constitucional español y su jerarquía normativa, la viabilidad del Estado autonómico y la vigencia de los principios clásicos de imperio de la ley, igualdad de los ciudadanos y no-discriminación dependen en buena medida de este fallo. Pero la sentencia, vista desde Cataluña, tiene otra implicación. La propuesta-exigencia del editorial es que todos esos principios se guarden en un cajón al tratar del Estatuto, y que éste sea validado por el TC como fruto de un pacto político entre el nacionalismo y la clase política española que está por encima de cualquier otra consideración. Lo que equivale a alinear definitivamente al TC, y con él al conjunto de las instituciones constitucionales, en la trinchera de un nacionalismo y un entramado político-mediático cada vez más alejados de los ciudadanos de Cataluña, de sus aspiraciones, de sus prioridades y de sus esperanzas.
La “desafección” se hizo famosa a raíz de unas declaraciones de José Montilla. Aunque no en el sentido que le quiso dar, la “desafección” es un fenómeno real en Cataluña: se concreta en la brecha creciente que se está abriendo entre ciudadanos catalanes y poder autonómico, que ha crecido en los últimos años hasta niveles realmente preocupantes y que tuvo su culminación en el desencuentro entre ciudadanía y clase política a cuenta precisamente del Estatuto. Al Tribunal Constitucional le corresponde, en buena parte, atajar esa desafección y restablecer el principio de realidad que el Estatuto ha intentado disolver, o bien agravarla y extenderla no sólo al conglomerado de intereses políticos, económicos y mediáticos que operan a nivel autonómico, sino también al núcleo del Pacto Constitucional y a las instituciones del Estado que de él se derivan.
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