martes, 30 de marzo de 2010

Petrolingüismo o cosa de rocas.

La opinión de José Domingo.

En el año 2011 se elaborará el censo de población y viviendas que realiza cada diez años el Instituto Nacional de Estadística. El carácter exhaustivo del censo permite que los datos obtenidos no estén sujetos a limitaciones derivadas de la probabilidad estadística como en las encuestas o estudios de muestreo. Por eso, el censo es el instrumento adecuado para conocer, entre otras variables, la realidad sociolingüística en un territorio y las Naciones Unidas recomiendan la inclusión en los cuestionarios de preguntas sobre la lengua de identificación de la población (lengua materna, lengua propia y lengua habitual).

En este mismo orden de factores, la Ley de Política Lingüística obliga a la Generalitat a elaborar un mapa sociolingüístico de Cataluña que debe ser revisado cada cinco años. Un mapa sociolingüístico consiste en identificar los idiomas y las habilidades lingüísticas (comprensión, habla, lectura y escritura) de los residentes en una determinada zona.

Si siempre es trascendental conocer estos datos, ahora es más conveniente que nunca debido a los importantes cambios demográficos acontecidos por el fenómeno migratorio en Cataluña, y los efectos de la inmersión lingüística en la educación. Sin embargo, los grupos del tripartito y CiU se han opuesto recientemente en el Parlamento de Cataluña a la inclusión de preguntas de contenido lingïuístico en el censo; consideran que con la encuesta de usos lingüísticos es suficiente (la última se celebró en el año 2007 sobre una muestra de poco más de 7100 personas), y fundamentan su negativa en su elevado coste.

Es evidente que el nacionalismo catalán no tiene interés en fotografiar ni los idiomas ni las habilidades lingüísticas de los residentes en Cataluña porque el concepto de “lengua propia del territorio” es su único referente. Estamos, por lo tanto, ante una concepción geológica de la lengua catalana que pasa por encima de los derechos lingüísticos de las personas, es la lengua el sujeto de los derechos, no los ciudadanos. Así lo argumentó la diputada de ERC, María Mercè Roca, en el debate parlamentario: “…moltes persones que viuen a Catalunya tenen com a llengua primera o llengua pròpia, o llengua familiar, el castellà, i és veritat; i moltes persones, també, que viuen a Catalunya, tenen com a llengua primera l’àrab, o moltes d’altres. Però no parlem d’això, parlem del català com a llengua que s’ha format al mateix temps que s’ha format el territori. No és cap troballa ni és cap invent d’ara mateix, la llengua catalana ha nascut aquí i s’ha anat configurant en un país que s’ha configura alhora amb la llengua. Li ho repeteixo: podran haver-hi milions de persones a casa nostra que tinguin com a llengua primera o familiar qualsevol dels centenars de llengües que es parlen avui dia aquí, però només el català és la llengua és la llengua pròpia, només el català és la llengua territorial de Catalunya.”

Es decir, el hecho de que el castellano pudiera ser sociológicamente la lengua de la mayoría de los catalanes no constituye ninguna fuente de derechos para los ciudadanos que la hablan, puesto que en Cataluña lo trascendental es la lengua petrea, es decir, la conformada por el territorio. Después de analizar las clarificadoras palabras de la diputada Roca, habrá que revisar conceptos. Lo sustancial no es la sociolingüística, que es la disciplina que se ocupa de las relaciones entre lengua y sociedad, sino la petrolingüística porque lo fundamental es el análisis de las propiedades químicas, minerológicas, físicas y cronológicas de la lengua catalana con el territorio en el que se formó. Ya ven, la cuestión de la lengua a la que tantas y tantas páginas se le han dedicado es sólo una cosa de rocas.

sábado, 27 de marzo de 2010

Somos carísimos

Arcadi Espada en El Mundo.


Un lema de la derecha al principio de la transición: «Las autonomías son caras.» Era insidioso. Se le daba un respuesta doble. Primero irónica: «Sí, lo realmente barato es la dictadura». La otra aventuraba un contraataque concienzudo: «La gestión más próxima de los servicios abaratará su coste». Esto último era la aplicación del principio de subsidiariedad: entre las instituciones que puedan gestionar una competencia debe elegirse la más próxima al ciudadano. Treinta años después tiembla la infalibilidad de ese principio. No parece indiscutible la libertad con que los ayuntamientos turísticos han gestionado su suelo; tampoco que los gobiernos autonómicos deban tener la última palabra en la fijación de los contenidos educativos; que una policía con sede autonómica sea más eficaz que otra con sede en la capital del Estado; ni siquiera que la subsidiariedad pueda aplicarse sin traumas en leyes como la de Dependencia.
Nadie puede dudar, en cambio, del gran éxito político-sentimental de las autonomías españolas. Cualquier región ha hecho de su identidad un asunto prioritario. Esto ha complacido al pueblo: de pronto les pareció más importante y agradable ser gallego o canario que español, y se pusieron. No ha salido gratis. Todo el que ha criado sabe que el Ser cuesta mucho dinero. Puede que haya dado de vivir a diseñadores, publicistas, filósofos y cocineros: lo discutible es si la inversión ha sido rentable al margen de la sentimentalidad satisfecha. Es decir, si el Ser es una empresa rentable, competitiva, más allá del circuito cerrado de la subvención pública. Hemos formado especialistas en el Ser; pero no es fácil saber dónde vamos a venderlos.
La televisión es un buen ejemplo. En Cataluña operan cuatro canales de televisión pública y yo qué sé cuántas radios. ¿Hay algún otro caso similar en el mundo? La solución, además, es dificilísima. No parece probable que la televisión pública española desaparezca. Pero tampoco la autonómica, desde luego. El ser catalán ha sido gracias a ella. Todo el mundo (¡hasta Felipe González!) sabe que España ha vivido por encima de sus posibilidades. Bien: ahora que lo sabemos podemos precisar un poco: ¿Cataluña da para tener cuatro canales públicos? La ministra Salgado acaba de pedir 10.000 millones de ahorro a las 17 autonomías. Bien está. ¿Qué le pasa a esa cifra cuando se pone en contacto con algunas cifras catalanas? ¿Con los 335 millones que la Generalitat gastará en sus medios en 2010? ¿O con los 31 de la publicidad institucional, es decir, gastados en el Ser tripartito? Probablemente para reducir el déficit haya que tocar el gasto social ¿Pero en qué proporción exactamente?
Es evidente: España no puede pagar su problema.

lunes, 22 de marzo de 2010

Jactancia

Sabino Méndez en La Razón.
Al pasarme la vida en el AVE, he tenido la oportunidad de asistir en directo a cómo se recibía en mi Barcelona natal la noticia de que Madrid la ha superado por primera vez en producto interior bruto. El izquierdismo decorativo que por allí se practica se ha quedado con el ánimo a la altura de los calcetines. El catalanista medio, criado en la delirante creencia de Pujol sobre que a Cataluña le corresponde una posición de preeminencia cultural, política y económica sobre el resto de España porque somos más cultos y más listos, vaga por las calles con un estupor letárgico. Tal absurda idea, sobreentendida día a día durante casi tres décadas, había ido ganando empuje y velocidad en el pujolismo como si fuera una gran ronda ciclista por etapas. Pero, en un plano un poco más terrestre, resulta que, finalmente, en el resto de España también había gente que trabajaba y pensaba y, bien mirado, a no ser que no fuéramos algo racistas, no había motivos para pensar que siempre iban a ir por detrás en la lista. Ahora, a ese lamentable nacionalismo de indocumentados sólo le queda la posibilidad de esgrimir supuestas conjuras contra ellos, sea Endesa o Madrid el inventado culpable.

La jactancia nacionalista es un tipo de jactancia colectiva. Es una jactancia que perjudica a la propia colectividad en la medida que no le permite medir el valor real de sus propias fuerzas. Es un convencimiento íntimo, sin fundamento sólidamente comprobado, sobre la superioridad de la propia valía que hace embarcarse en proyectos inservibles, dilapidadores o que niegan la realidad cotidiana. Cualquier nacionalismo es una empresa narcisista, y el narcisismo siempre está condenado a la desilusión porque no se puede tener éxito ignorando que las gentes quieren ser cosas muy diferentes a nosotros.

Independientemente de lo que cada uno quiera ser, lo claro es que, por encima de todo, las personas nunca querrán ser forzadas a ser nada que ellas no quieran.

sábado, 20 de marzo de 2010

Banderas al viento.

Jesús Royo en La Voz LIbre.

Barcelona es una ciudad de banderas al viento. "Al vent, de cara al vent", que decía Raimon. "Al sol, de cara al sol", respondían los falangistas, otros enamorados del ondear de las banderas, aunque les añadían botas y correajes. Barcelona fue un mar de banderas -y perdonen el tópico- en el 31, cuando Maciá proclamó el Estat Català dentro de la República Española desde el Palau de la Diputación. Lo fue el 36, en la Olimpíada Popular; el 53, en el Congreso Eucarístico, y en las 'manis' de la Transición. Unamuno se reía de nosotros en su poema 'L'aplec de la protesta', porque "seréis siempre unos niños: os ahoga la estética". Pero en las convocatorias abertzales hay más banderas que personas. Y Aznar tampoco se quedó corto con su 'peasobandera' en la plaza ésa de Madrid. Ahora en Cataluña, ya te encuentras la señera en el 'pastís de la Diada', en la 'pizza catalana', en las pegatina de 'felicitats' y en el lacito de los ramos de flores. Tanto banderamen ya carga, la verdad. Pero bueno, mientras sea así, es inofensivo, y "hay gente pa tó", que dijo el torero cuando le presentaron al filósofo.

Pero quiero comentar hoy las dos 'manis', la de Madrid y la de Barcelona, de los sindicatos contra la 'propuestaza' -nunca decretazo, dijo Zapatero- de la jubilación a los 67 años. En Madrid había pocas banderas, las de los convocantes y alguna bandera roja. Pero ninguna bandera española: y si hubiera habido alguna, hubiera sido la tricolor republicana, con su faja morada. En Barcelona, en cambio, en la misma 'mani', banderas a mogollón, algunas rojas, pero la mayor parte banderas catalanas, con las cuatro barras. Ni una bandera española. De Europa, tampoco. En los congresos del PSC, la cuatribarrada está en todas partes, pero la rojigualda recibe un estruendoso silencio. ¿No es hora ya de revisar las preferencias banderiles de la izquierda?

La gente de izquierdas le tiene -le tenemos- una prevención a la bandera bicolor, la rojigualda. La aceptamos porque lo dice la Constitución, como un deber, como la corbata en el trabajo: pero nada más. ¿Por qué? Son heridas que vienen aún de la guerra civil. Se la identifica con el bando nacionalista: era la bandera de los sublevados. Pero eso no es cierto: Franco la usó para encubrir su delito de rebelión y con eso la ofendió más que nadie. El golpe franquista se dio con la bandera republicana, y fue la bandera rebelde durante mes y medio: cuando vieron que el golpe había fracasado y se transformaba en guerra civil, los sublevados adoptaron la bicolor para congraciarse a los monárquicos. En realidad, la bandera española tiene un origen modesto y funcionarial: a medida que se implantaba el Estado unitario -siglo XVIII-, y ante la necesidad de un emblema distintivo del Estado, Carlos III, mediante concurso, adoptó la bandera actual, que recordaba a la de Nápoles, de donde él mismo provenía, la cual a su vez reflejaba las cuatro barras de Aragón. Era sólo bandera de la marina: hasta mediado el siglo XIX no fue adoptada como bandera del Estado por Isabel II. Fue también la bandera de la I República, 'la Gloriosa'. La II República cambió una franja roja por morada, no sé bien por qué, quizá por ser el color del gorro frigio -la barretina- de la Revolución francesa. O sea que la 'rojigualda', ni es facha, ni es monárquica: es sencillamente la bandera del Estado, fruto de una decisión ordenancista sin mayor relieve. Así lo vieron Carrillo y Felipe, que no dudaron en aceptarla como la bandera constitucional.

A partir de ahí, la gente de izquierdas hace mal en alimentar viejos prejuicios. La bandera rojigualda es la bandera constitucional, la de las libertades, la del pueblo soberano. Y tiene la ventaja de no tener tras de sí, ni hechos mitológicos -como las cuatro barras de sangre del escudo del conde Wifredo-, ni representar a ninguna etnia, casta o religión. Es como un logotipo, una marca de empresa, fruto de un acuerdo sosegado y trivial. Las 'ikurriñas' y las 'señeras' tienen parte de su fuerza en que fueron reprimidas por el Franquismo. Pero eso queda ya lejos. En su contra, representan valores étnicos más bien turbios, de poca calidad democrática. En principio, las izquierdas deberíamos ser poco amigos de banderas. Pero si hay que sacarlas, tendríamos que estar más a gusto con la 'rojigualda', que con las banderas autonómicas. No hay que dejarle la bandera a las derechas, a los del toro Osborne y a los antiaborto. Para el PSC propongo un acuerdo salomónico: a partes iguales, tantas catalanas como españolas. Y aún mejor, reparto a tres, con las europeas

sábado, 13 de marzo de 2010

jueves, 11 de marzo de 2010

El Parlament era una feria

Jesús Royo en La Voz Libre.
El espectáculo que nos da el Parlament de Cataluña es sencillamente magnífico. Lejos de los debates sin sustancia de los políticos, que se repiten más que 'Verano Azul'. Es una polémica más sobre la tauromaquia, de si es tolerable o no, de si es arte o no, de si es un patrimonio a conservar o una barbaridad a erradicar. Este debate del Parlament tiene sus características propias, y quizá las más evidentes son las que no se dicen. Lo que no se dice, pero lo domina todo -y todo lo corrompe- es que es una fiesta española: luego, no es catalana. Pero señores, los toros son tan catalanes como Sant Jordi, quien mató a la fiera para liberar a la dama, como un torero a su maja. La palabra faena es un catalanismo, ¿lo sabían? Este tema es puro prejuicio, y no vamos a perder ni un minuto en ello.

Que los toros son arte, no hay lugar a dudas. Y no sólo arte, sino fiesta y ritual, o sea puesta en escena de una serie de valores sociales relacionados con la sociedad agraria: el ciclo de la vida, la sangre necesaria, la fundación de la ciudad. Que son crueles, también es una evidencia; hay sangre, gemidos, agonía. Y que son de alto riesgo, también está claro: todos los toreros llevan en su piel el mapa de sus percances. Las opiniones que niegan que los toros sean arte -'sólo tortura'-, que sean crueles -'el toro no sufre'- y que sean arriesgados -'todo es comedia'- son posturas insostenibles, y también me las voy a saltar.

El debate interesante es sobre la crueldad, si es tolerable o no. Hay quien dice que no, absolutamente. Lo cruel es inhumano, y si de ello se hace un espectáculo, entonces ya es degradante. Tenemos un deber de solidaridad con los animales, que nos impide hacerles sufrir para obtener un placer prescindible, como es el estético. Puede que los toros sean arte, igual que hay arte en una película de criminales, pero sería inmoral llevar a cabo un asesinato para filmar una película. Ésa es, en síntesis, la posición de los antitaurinos. Proponen la abolición de los toros por motivos éticos, por la dignidad de la especie humana: el día que se logre será un día memorable.

Otros, entre los que me cuento, creemos que la crueldad en los toros sí está justificada. Hay que situarla junto a otras crueldades con seres vivos, que quizá no advertimos: el exterminio de animales y plantas competidores -plagas-, la explotación o modificación genética de especies útiles, la experimentación científica, la caza y la pesca, la cocina. La crueldad está en todas las facetas de la vida. Para alimentarnos debemos matar siempre, sean animales o vegetales: todo lo que comemos, excepto el agua y la sal, antes ha estado en el cuerpo de otro ser vivo. Podemos curar nuestras enfermedades porque antes se las hemos inoculado a inocentes animales para probar fármacos en ellos. Y para gozar de un cierto nivel de confort, no dudamos en diseminar venenos químicos en poblaciones de moscas, cucarachas y ratas. Por cierto, las ratas son parientes nuestros mucho más cercanos que los toros. Pues bien, todas esa operaciones son mucho más crueles que la lidia del toro. ¿Lo insoportable es que se vea sangre? ¿O que sea un animal grandote? ¿O que, si se me permite el abuso, recuerde al Oso Yogui? En el repudio a la crueldad a veces se advierte una visión buenista de la naturaleza, una negación de la dureza de la vida, una ignorancia deliberada de la muerte como algo cotidiano.

Si la crueldad es justificable en algunos casos, habrá que ver por qué la de los toros no. Según los abolicionistas, es crueldad gratuita, sin objeto, o sólo como espectáculo morboso. Pero entonces la carga de la prueba recae sobre ellos: ellos tienen que demostrar que la emoción de los taurinos no es artística, y que todos los espectadores son sádicos. Los taurinos, por su parte, han de justificar que el arte que se obtiene, la belleza, compensa la crueldad del proceso. Igual que el conocimiento obtenido en la experimentación científica. O el provecho culinario, o la utilidad de una siesta sin moscas, en otros procesos crueles.

Está claro que no cualquier beneficio justifica la crueldad. La crueldad sobre seres humanos es totalmente inaceptable: por eso prohibimos los castigos físicos, las mutilaciones de toda índole, los duelos, los gladiadores y la pena capital. Aún falta por prohibir la guerra, la madre de todas las crueldades. En el trato al animal, parece inaceptable la crueldad de las peleas de gallos o de perros, sólo para cruzar apuestas. Y aún discutiríamos si se justifica la hipertrofia del hígado del pato para obtener la delicia del foie.

Pero a mi entender, es difícil dudar de la nobleza de la lidia del toro bravo. Se trata de un sacrificio, heredero de los antiguos ritos de fecundación de la tierra con la sangre derramada. El toro debe morir, como todos los toros, pero en vez de ir al matadero, aprovechamos para darle a su muerte un contexto de pelea, acorde con su instinto, una lidia. No es un simulacro, no se trata de dilatar la muerte del toro para darle ocasión a que crea que se defiende. No. A cambio de la muerte del toro en lidia, el torero pone también su vida en juego. Ahí está el dramatismo, que no se trata de un ballet, sino de una realidad en crudo: los cuernos son verdaderos, como las femorales del maestro. El juego de citar al toro y burlar la embestida mediante un trapo es un acto artístico de primer orden, es la celebración primordial de la cultura: artificio frente a la naturaleza. Es una fiesta llena de símbolos: el chivo expiatorio, el crimen originario de la sociedad, el laberinto del Minotauro... Nada de bárbara: según decía García Lorca es la fiesta más culta del mundo. Quién sabe.