Sabino Méndez en La Razón.
Al pasarme la vida en el AVE, he tenido la oportunidad de asistir en directo a cómo se recibía en mi Barcelona natal la noticia de que Madrid la ha superado por primera vez en producto interior bruto. El izquierdismo decorativo que por allí se practica se ha quedado con el ánimo a la altura de los calcetines. El catalanista medio, criado en la delirante creencia de Pujol sobre que a Cataluña le corresponde una posición de preeminencia cultural, política y económica sobre el resto de España porque somos más cultos y más listos, vaga por las calles con un estupor letárgico. Tal absurda idea, sobreentendida día a día durante casi tres décadas, había ido ganando empuje y velocidad en el pujolismo como si fuera una gran ronda ciclista por etapas. Pero, en un plano un poco más terrestre, resulta que, finalmente, en el resto de España también había gente que trabajaba y pensaba y, bien mirado, a no ser que no fuéramos algo racistas, no había motivos para pensar que siempre iban a ir por detrás en la lista. Ahora, a ese lamentable nacionalismo de indocumentados sólo le queda la posibilidad de esgrimir supuestas conjuras contra ellos, sea Endesa o Madrid el inventado culpable.
La jactancia nacionalista es un tipo de jactancia colectiva. Es una jactancia que perjudica a la propia colectividad en la medida que no le permite medir el valor real de sus propias fuerzas. Es un convencimiento íntimo, sin fundamento sólidamente comprobado, sobre la superioridad de la propia valía que hace embarcarse en proyectos inservibles, dilapidadores o que niegan la realidad cotidiana. Cualquier nacionalismo es una empresa narcisista, y el narcisismo siempre está condenado a la desilusión porque no se puede tener éxito ignorando que las gentes quieren ser cosas muy diferentes a nosotros.
Independientemente de lo que cada uno quiera ser, lo claro es que, por encima de todo, las personas nunca querrán ser forzadas a ser nada que ellas no quieran.
lunes, 22 de marzo de 2010
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