jueves, 11 de marzo de 2010

El Parlament era una feria

Jesús Royo en La Voz Libre.
El espectáculo que nos da el Parlament de Cataluña es sencillamente magnífico. Lejos de los debates sin sustancia de los políticos, que se repiten más que 'Verano Azul'. Es una polémica más sobre la tauromaquia, de si es tolerable o no, de si es arte o no, de si es un patrimonio a conservar o una barbaridad a erradicar. Este debate del Parlament tiene sus características propias, y quizá las más evidentes son las que no se dicen. Lo que no se dice, pero lo domina todo -y todo lo corrompe- es que es una fiesta española: luego, no es catalana. Pero señores, los toros son tan catalanes como Sant Jordi, quien mató a la fiera para liberar a la dama, como un torero a su maja. La palabra faena es un catalanismo, ¿lo sabían? Este tema es puro prejuicio, y no vamos a perder ni un minuto en ello.

Que los toros son arte, no hay lugar a dudas. Y no sólo arte, sino fiesta y ritual, o sea puesta en escena de una serie de valores sociales relacionados con la sociedad agraria: el ciclo de la vida, la sangre necesaria, la fundación de la ciudad. Que son crueles, también es una evidencia; hay sangre, gemidos, agonía. Y que son de alto riesgo, también está claro: todos los toreros llevan en su piel el mapa de sus percances. Las opiniones que niegan que los toros sean arte -'sólo tortura'-, que sean crueles -'el toro no sufre'- y que sean arriesgados -'todo es comedia'- son posturas insostenibles, y también me las voy a saltar.

El debate interesante es sobre la crueldad, si es tolerable o no. Hay quien dice que no, absolutamente. Lo cruel es inhumano, y si de ello se hace un espectáculo, entonces ya es degradante. Tenemos un deber de solidaridad con los animales, que nos impide hacerles sufrir para obtener un placer prescindible, como es el estético. Puede que los toros sean arte, igual que hay arte en una película de criminales, pero sería inmoral llevar a cabo un asesinato para filmar una película. Ésa es, en síntesis, la posición de los antitaurinos. Proponen la abolición de los toros por motivos éticos, por la dignidad de la especie humana: el día que se logre será un día memorable.

Otros, entre los que me cuento, creemos que la crueldad en los toros sí está justificada. Hay que situarla junto a otras crueldades con seres vivos, que quizá no advertimos: el exterminio de animales y plantas competidores -plagas-, la explotación o modificación genética de especies útiles, la experimentación científica, la caza y la pesca, la cocina. La crueldad está en todas las facetas de la vida. Para alimentarnos debemos matar siempre, sean animales o vegetales: todo lo que comemos, excepto el agua y la sal, antes ha estado en el cuerpo de otro ser vivo. Podemos curar nuestras enfermedades porque antes se las hemos inoculado a inocentes animales para probar fármacos en ellos. Y para gozar de un cierto nivel de confort, no dudamos en diseminar venenos químicos en poblaciones de moscas, cucarachas y ratas. Por cierto, las ratas son parientes nuestros mucho más cercanos que los toros. Pues bien, todas esa operaciones son mucho más crueles que la lidia del toro. ¿Lo insoportable es que se vea sangre? ¿O que sea un animal grandote? ¿O que, si se me permite el abuso, recuerde al Oso Yogui? En el repudio a la crueldad a veces se advierte una visión buenista de la naturaleza, una negación de la dureza de la vida, una ignorancia deliberada de la muerte como algo cotidiano.

Si la crueldad es justificable en algunos casos, habrá que ver por qué la de los toros no. Según los abolicionistas, es crueldad gratuita, sin objeto, o sólo como espectáculo morboso. Pero entonces la carga de la prueba recae sobre ellos: ellos tienen que demostrar que la emoción de los taurinos no es artística, y que todos los espectadores son sádicos. Los taurinos, por su parte, han de justificar que el arte que se obtiene, la belleza, compensa la crueldad del proceso. Igual que el conocimiento obtenido en la experimentación científica. O el provecho culinario, o la utilidad de una siesta sin moscas, en otros procesos crueles.

Está claro que no cualquier beneficio justifica la crueldad. La crueldad sobre seres humanos es totalmente inaceptable: por eso prohibimos los castigos físicos, las mutilaciones de toda índole, los duelos, los gladiadores y la pena capital. Aún falta por prohibir la guerra, la madre de todas las crueldades. En el trato al animal, parece inaceptable la crueldad de las peleas de gallos o de perros, sólo para cruzar apuestas. Y aún discutiríamos si se justifica la hipertrofia del hígado del pato para obtener la delicia del foie.

Pero a mi entender, es difícil dudar de la nobleza de la lidia del toro bravo. Se trata de un sacrificio, heredero de los antiguos ritos de fecundación de la tierra con la sangre derramada. El toro debe morir, como todos los toros, pero en vez de ir al matadero, aprovechamos para darle a su muerte un contexto de pelea, acorde con su instinto, una lidia. No es un simulacro, no se trata de dilatar la muerte del toro para darle ocasión a que crea que se defiende. No. A cambio de la muerte del toro en lidia, el torero pone también su vida en juego. Ahí está el dramatismo, que no se trata de un ballet, sino de una realidad en crudo: los cuernos son verdaderos, como las femorales del maestro. El juego de citar al toro y burlar la embestida mediante un trapo es un acto artístico de primer orden, es la celebración primordial de la cultura: artificio frente a la naturaleza. Es una fiesta llena de símbolos: el chivo expiatorio, el crimen originario de la sociedad, el laberinto del Minotauro... Nada de bárbara: según decía García Lorca es la fiesta más culta del mundo. Quién sabe.

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