sábado, 27 de junio de 2009
Del latín a la tele
Carmen Rigalt en El Mundo
La primera palabra que se me atragantó del castellano fue «pies». Creía que los pies, como las tijeras, eran dobles por naturaleza y traté de formar un plural distinto. No reproduzco la palabra resultante para no dar ideas. El recuerdo de aquel aprendizaje es confuso, pero he logrado hilvanarlo a partir del relato que me han trasladado mis mayores, testigos de los hechos.
Lo que voy a contar puede ofender a más de uno, así que pido perdón por adelantado. Verán: soy bilingüe. Es decir, hablo dos lenguas. Mejor una que otra, aunque habrá quien piense que hago aguas por las dos. Aprendí a balbucear en catalán, lengua hecha de latinajos y localismos, de televisión y calle. No nos engañemos: más o menos como el castellano. Mi catalán era una mezcla del catalán de mi abuela y el catalán urbano, chusco, ofensivo, con acento abombado y abundancia de palabras adaptadas del castellano. Los catalanistas de la ceba (o sea, del núcleo duro de la cebolla) nos corregían las palabras de uso corriente que habían sido devoradas por el castellano.
Recuerdo las más emblematicas: bustia por buzón, entrepá por bocadillo, endoll por enchufe y cognom por apellido. Hacíamos mucha broma con esas palabras porque sonaban impostadas y nadie las pronunciaba sin ruborizarse. La política lingüística tuvo que emplearse a fondo para hacer frente a aquellos pudores y empezar practicamente de cero.
Fruto de los primeros años de normalización fue un catalán tan extraño que parecía otro idioma. El catalán de la tele, lo llamaba yo. Se caracterizaba por una presencia exagerada de endolls, cognoms, entrepás y bustias, pero también por la irrupción de vocablos irreconocibles. Los linguistas se aplicaron a fondo y no pasaban una. Una vez cortaron una grabación de TV3 en la que yo participaba porque, según ellos, había deslizado un barbarismo. Consultado el diccionario no resultó ser tal barbarismo, sino una palabra del catalán más clásico: el de mi abuela. Con los años, el catalán de mi abuela ha caído casi en el olvido, pues la cotidianidad me ha llevado a nombrar cosas diferentes a las que entonces formaban partes de nuestras vidas. Eso sí: me ha servido para leer a Pla, disfrutando de la riqueza de sus adjetivos.
Cunden ahora los desplantes hacia la política lingüística de la Generalitat. Exageran, sin duda. Pero de la misma forma que yo pude leer a Pla en catalán, me gustaría que los catalanes del futuro pudieran leer a García Márquez en castellano.
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