domingo, 5 de abril de 2009
Padrón.
Sabino Méndez en La Razón.
Tras dos años de constantes viajes en los que he usado Madrid como base de operaciones, me veo abocado, por una serie de razones personales, a empadronarme en la ciudad. La palabra, que suena a padre, anuncia ya que la cosa es seria. En la vida siempre hay dos padres: el biológico y el que te enseña una profesión. Barcelona, mi ciudad de nacimiento, es mi padre biológico por sus suaves colinas, su humedad, su aire lleno de mar al que mi piel se ha acostumbrado. Madrid, por su parte, es el progenitor adusto que me ha enseñado una profesión de una manera que no podía hacer Barcelona. En Madrid, la competencia, la rivalidad a cara descubierta, la meritocracia, es aún practicable. Te espolea a aprender, a escuchar, a mejorar, porque nadie cree que viva en el mejor de los mundos posibles. En Barcelona, maravillosa por su clima y su acogedora geografía, la trituración del pensamiento crítico la ha convertido en un simple simulacro en ese sentido. El conformismo del pequeño chollo obtenido por amiguismo hace que nadie se atreva a hablar claro por miedo a pisar un callo. Los debates han de ser tibios, fariseos, eludiendo los puntos verdaderamente candentes. Una vez más, tengo la aprensión de que mis paisanos me consideren un antipatriota por señalar estas verdades y temo también que, en cuanto me empadrone en Madrid, ésta empiece a fastidiarme un poco. Para esquivar esas inquietudes, he pensado en irme a pasar unos días a algún sitio simpático. Por ejemplo, a Galicia, para ver cómo ha quedado tras la galerna de las elecciones. Decía el reportero Kapuscinski que la mejor manera de entender una batalla es hablar con la gente cuando los ejércitos acaban de retirarse. Así que vayamos en las columnas de las próximas semanas a dar una vuelta por el agro gallego. A la postre, allí también hay un Padrón. Y le sobran pimientos.
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