martes, 29 de diciembre de 2009

¿De dónde salió Pau Gasol?


“«¿De dónde saliste tú?», me han preguntado muchas veces. Yo respondo: «Pues de mi madre y de mi padre, de Barcelona, de España»”

Pau Gasol en El Mundo

domingo, 27 de diciembre de 2009

Plutocracia catalana

Os invito a leer este párrafo que firma Joan Barril.



La catalanidad nos ha llevado a la ilusión de creer que todos éramos más o menos iguales y que el aparcero y el amo suscribían un mismo proyecto. Hoy el tal Millet nos ha dado una amarga lección de desconfianza. Cuando los miembros de la plutocracia catalana se sienten a cenar unos juntos a los otros habrá motivos para mirarse a los ojos e intuir qué delitos esconde cada uno de ellos. Que los sepulcros blanqueados no se hagan ahora los sorprendidos. Que no disimulen su hoguera de las vanidades encendida con la leña del árbol caído. De tanto insultar al ministerio hemos olvidado el profundo misterio de la ambición sin patria.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Cero en identidad


Jesús Royo en La Voz Libre


"Ser español es una de las pocas cosas serias que aún se puede ser en el mundo". Lo debió decir un tal José Antonio. Pues vaya chorrada. Ser español es estar apuntado en una lista de seres humanos, y nada más. Y en esa lista hay de todo: blancos, negros, rubios, morenos, cristianos, musulmanes, castellanohablantes, catalanohablantes, arabohablantes, listos y tontos. Lo de la identidad española, lo de las identidades en general, es una cantada como no hay dos.

Pero si eso está bastante claro para las naciones-estado, en el caso de 'naciones sin estado' al estilo de Cataluña o el País Vasco, el tema de la identidad es constitutivo. Entre paréntesis: se me ha escapado la expresión 'naciones sin estado', una terminología muy cara a Pujol, pero totalmente falsa. Cataluña será o no será una nación, pero en todo caso es una nación con estado: el Estado español. Eso es tan tonto como decir que Barcelona es 'una ciudad sin estado'. Eso de las 'naciones sin estado' pertenece a la ambigüedad difusa, equívoca y tramposa, tan del gusto del nacionalismo. Cierro el paréntesis.

Pues decía que en el caso de las naciones-no-estado, la identidad es esencial. No se trata de ser catalán o no serlo, sino de quién es más catalán y quién menos para poder discriminar. El nacionalismo es un criterio de discriminación. Artur Mas un día soltó el globo sonda del 'carnet por puntos' para adquirir la ciudadanía catalana. Y el tripartito, nuestro tripartito de izquierdas, está diciendo que, cuando obtengan la competencia en inmigración, exigirán el catalán como requisito para la residencia. Eso es la puerta del fascismo, y nadie que se diga de izquierdas puede tragar semejante porquería. Nadie está autorizado a medir la aceptabilidad de un ser humano.

Pero es que toda nuestra convivencia se basa en ese equívoco: que hay catalanes y no catalanes, semicatalanes, otros-catalanes, a-catalanes, catalanes bajo sospecha, o directamente anticatalanes. Pujol es más catalán que Montilla. Pero Montilla suple su fallo original a base de voluntad: no es catalán, pero quiere serlo, y eso ya es un mérito. En cambio, Vidal Quadras es catalán, pero no ejerce, y eso es aún peor. Aquí todo se basa en el "pus parla en catalá Déu li don glòria". Si tienes buenos apellidos, si eres catalanohablante, devoto de la Moreneta y del Barça y hablas con desdén de España, entonces eres un catalán modelo y se te abren todas las puertas. La Patria, llegado el caso, te lo recompensará: siempre habrá un puesto de trabajo para tu hijo o se te avisará a tiempo de las oportunidades de negocio, en fin...

Esa es la estafa del nacionalismo: la confusión entre ciudadanía e identidad. Frente a eso, hay que decirlo alto y claro: tan buen catalán es el catalanohablante como el castellanohablante, el Solé como el Sánchez, el forofo del Barça como el del Madrid, Jordi Pujol como mi amigo Mohamed. Si algún día se implanta la 'nota en identidad', me pido un cero. Soy mal catalán, soy mal español. O directamente me doy de baja: esa sociedad no sería digna de mí.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Los toros: despedida y cierre


Juan-José López Burniol en El Periódico de Catalunya


Respeto pero no comparto las razones de los abolicionistas. Y creo, sin que ello suponga desmerecerlas, que no habrían conseguido un respaldo popular tan amplio ni la toma en consideración parlamentaria de su iniciativa de no haber recibido el impulso –a mi juicio decisivo– de aquel estado de opinión proclive a marcar distancias de cuanto se considere hispánico, que gana terreno cada día que pasa en Catalunya. Por eso hace tiempo di por perdida esta batalla y no he participado en el debate, aunque me he manifestado siempre contrario a la prohibición de los toros, sosteniendo que es falso que se trate de una fiesta ajena a la tradición catalana (los toros son una fiesta mediterránea, ritualizada –eso sí– a partir del siglo XVIII en la Villa y Corte, y en los cortijos), y añadiendo que una tradición tan arraigada como esta merece desvanecerse en su caso por consunción, sin afrentarla a la hora de su ocaso con un repudio formal.
Y si hoy –cuando todo el pescado está ya vendido y se ha iniciado el proceso que lleva a la erradicación de los toros en Catalunya– vuelvo sobre el tema es solo para formular un ruego a nuestros legisladores. Me ha venido a la cabeza al recordar cómo termina la novela Quo Vadis. Lo hace con una carta de Petronio dirigida a Nerón, en la que –con aquella verdad que resplandece siempre al acercarse la muerte– el artista se despide del déspota diciéndole –cito de memoria– estas o parecidas frases: «Envenena pero no cantes, asesina pero no bailes, martiriza pero no toques la cítara». Pues bien, dejando al margen a aquellos diputados que voten por auténtica convicción proteccionista, a los que respeto, lo que yo les pediría al resto –sin duda numeroso– de legisladores catalanes que por mandato legal ostentan mi representación es que, llegado que sea el momento de la decisión final, voten lo que sin duda van a votar, pero –por favor– que no me den explicaciones altisonantes de su voto, que no me den lecciones de moral y de civismo, que no me quieran hacer creer que la razón profunda de su decisión es el pensamiento abolicionista. No les voy a creer. Sé quin peu calcen.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Veloz progreso hacia el pasado


Féliz de Azúa en El País.

Uno de los muchos vizcaínos huidos de la represión política vascongada y que vive en Cataluña desde hace 30 años me contaba la semana pasada lo siguiente. Tiene él un amigo, excelente profesional y persona bien situada, que adolece de un profundo sentimiento nacional y es separatista desde sus años universitarios. Ello no ha impedido en ningún momento que se lleve bien con el vasco, persona más bien escaldada en ese terreno y poco dada a la expansión patriótica. Sin embargo, según me dijo, el tono de las conversaciones ha ido variando a lo largo de este año que ahora termina. En su último encuentro, el educado ciudadano catalán le había dicho con gesto ufano que la independencia sería inevitable en un plazo de seis años y que tal era el cálculo de los partidos nacionalistas, no sólo los fanáticos y el de la derecha católica, sino también buena parte de los socialistas catalanes acomodados. Mi amigo tragó saliva y le preguntó si había planes, también, para ellos. "¿Para quiénes?", preguntó el separatista. "Para los españoles que vivimos en Cataluña". "¡Oh, por supuesto! Tendréis 20 años para elegir". Mi amigo insistió, con una sonrisa, sobre qué era lo que tendría que elegir. Su colega dejó escapar una alegre carcajada, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue hacia otra mesa
Hay en Cataluña una masa significativa, quizás en este momento en torno al 20% de la población, que piensa muy seriamente como el caballero separatista y ocupa lugares estratégicos del sistema económico, mediático y político catalán. La cifra se ha multiplicado durante el Gobierno de Zapatero, precisamente por lo comprensivo que ha sido con las exigencias separatistas. Como saben bien quienes han conocido las peores etapas vascas, las concesiones sólo sirven para estimular las exigencias porque siempre se interpretan como debilidad. La consigna nacionalista dice que fue la intransigencia de Aznar lo que multiplicó a los separatistas, pero lo cierto es que ha sido Zapatero quien ha construido a Montilla y con Montilla llegaron los referéndums soberanistas. ¿Que no son vinculantes y que no llevan a ningún sitio? ¡Menuda simpleza! La política pública (otra cosa son los negocios subterráneos) es exclusivamente mediática y para los medios nacionalistas (que aquí son (casi) todos) Cataluña ya se ha volcado en la secesión.

Lo peligroso de la independencia no es el hecho en sí. ¿A quién le importa que de la noche a la mañana aparezcan en el mapa Macedonia, Croacia o Kosovo? Lo inquietante es el tipo de poder que se instala en esos reductos. Las "nacionalidades" de nueva creación son productos etiquetados con el sueño de una idealización, y el peso de su publicidad (en ausencia de guerra, las naciones se venden como mercancías)descansa sobre mitos o sobre sucesos que tuvieron lugar hace siglos. Como no puede ser de otro modo, los nacionalismos son muy conservadores, están anclados en el pasado y tienen una sólida base burguesa. Cada paso hacia la independencia trae consigo colosales negocios locales. Así es el nacionalismo franquista, el lepenismo francés, el de la Liga Norte o el de los xenófobos septentrionales. Nadie ha conocido jamás un nacionalismo obrero. Frente a esta evidencia, los separatistas suelen aducir el nacionalismo de las viejas colonias como Cuba o Argelia y sus derivados tipo Chávez. Me parece más prudente no pisar ese charco de sangre.

El neonacionalismo actual, como el catalán o el vasco, pertenece al conjunto de presiones derechistas que quieren acabar con los restos cívicos de la Transición. Es un regreso a la sociedad pre-democrática controlada por los poderes feudales regionales mediante la secular alianza del campesinado con la oligarquía. De ahí la importancia que tiene entre los separatistas la palabra "pueblo" y la escasa atención que dan al término de "ciudadano". De ahí también la constante animización mágica del catastro, "Cataluña exige, Cataluña ha dicho, Cataluña ha decidido...", o la obsesión con el folklore inventado por las élites regionalistas del romanticismo. Y no es de extrañar que el primer referéndum independentista del pasado domingo se celebrara en un pueblo de 120 habitantes. Su independencia es ontológica, o sea, no tiene remedio. Es el símbolo supremo de la nación añorada: agraria, montañesa, minúscula, la puede gestionar un párroco.

Ahora bien, la independencia real, lo que suele denotarse con el término "soberanía" que tanto usan los nacionalistas catalanes, significa asumir la plena capacidad legal para declarar el estado de excepción, según la clásica definición de Carl Schmitt. Son muy recomendables las reflexiones de Giorgio Agamben comentando a Walter Benjamin sobre este punto en el recién traducido El poder del pensamiento (Anagrama). Suspender la legalidad vigente de modo legítimo es lo propio del soberano, sea éste una persona o una institución. De hecho, los nacionalistas de Montilla ya están legalizando a toda prisa un Tribunal Constitucional catalán para cuando suspendan la Constitución española. No sabemos, de todos modos, si estos soberanistas están dispuestos a plantear el estado de excepción prescindiendo de un Ejército de respaldo y contando tan sólo con la presión mediática y económica. Se han dado escisiones pacíficas, como la de la nación llamada Eslovaquia, y es posible que un proceso semejante pueda aplicarse en el futuro a Chipre para separar a turcos de helenos, pero creo dudoso que sirva para España, aunque sólo sea porque en otras regiones hay un nacionalismo español tan radical como el catalán o el vasco y de similar ideología. Es cierto que está permanentemente controlado y apenas representa peligro alguno, pero dudo de que se quede sentado mirando la tele cuando se le arranque una cuarta parte de lo que él considera que es su nación.

En cambio, el caso vasco lleva camino de emprender otro derrotero mediático a partir de la expulsión del PNV de los resortes económicos del Gobierno autonómico, aunque no de todos. Allí, los socialistas han tomado una posición coherente con la tradición de la izquierda europea y, de momento, mucha gente respira aliviada por primera vez desde hace medio siglo. La peculiaridad del caso catalán es que el partido socialista (que escribe su logo con esta grafía: psC para subrayar que son más catalanes que socialistas) era el órgano que debía corregir la deriva conservadora, constituida en verdad como un movimiento nacional en consonancia con la herencia rural y oligárquica del nacionalismo catalán. Sin embargo, y contra toda la herencia ilustrada, progresista o revolucionaria del partido, los socialistas catalanes (en realidad, tan sólo su acomodada cúpula dirigente) han asumido en los últimos cinco años los mitos del nacionalismo conservador y rural, su lenguaje se ha vuelto casi exclusivamente sentimental y apenas se distingue del de sus socios separatistas.

Este giro derechista del socialismo catalán, no obstante, parece compartido por el Gobierno de Zapatero, cuya errática e improvisada política va deslizándose paulatinamente hacia posiciones de una irracionalidad incompatible con la experiencia del socialismo europeo. Un populismo, una obsesión por el espectáculo, una cerrazón sectaria, una frivolidad moral, que han otorgado fuerza inesperada a las oligarquías regionales sin obtener absolutamente nada a cambio. Este periodo de gobierno socialista se cerrará con tan sólo dos leyes que puedan considerarse más o menos progresistas: la que permite el aborto de las adolescentes sin permiso paterno y la que concede el matrimonio a las parejas homosexuales. Las pérdidas, como es evidente, tienen otro monto. El balance es desolador.

Quién nos iba a decir a quienes fuimos votantes del socialismo catalán que algún día sentiríamos envidia del País Vasco. Y quién nos había de decir que serían los socialistas catalanes quienes precipitarían en el descrédito al socialismo español.

martes, 15 de diciembre de 2009

Una de matones


Jesús Royo en La Voz Libre.

Toda esta operación obscena que ha emprendido el nacionalismo catalán, toda esta bronca con la intención de presionar al Tribunal Constitucional, toda esta ola de editoriales, adhesiones, movimientos cívicos, hasta de cartas pastorales es, por decirlo con una palabra, pringosa. Se cargarán el Estado de Derecho, impondrán una interpretación de la Constitución que está en el borde de la legalidad, o en el borde por la parte de fuera, en frase genial de los tiempos del GAL, pero se habrán salido con la suya: forzar la realidad a su favor, dar una vuelta de tuerca para acercarse a su objetivo final, que no sé si será la independencia, pero sí sé que es lo que ya está siendo: la hegemonía social, la ventaja en el reparto del poder y del dinero, el puro privilegio de casta.

¿Qué hace todo un gobierno, el de la Generalitat, amenazando con que si no se reconoce que el Estatuto es constitucional se armará la de 'Dios es Cristo'? ¿No hay nadie que detenga esta marea reaccionaria, o al menos, no hay nadie que diga que es reaccionaria?, ¿ni que hay nada más triste que un juez comprado o acongojado, que no hay nada más digno que un juez imparcial, que no hay nada más excelso que aceptar una sentencia incluso contra tus intereses? ¿Quién está alentando el desprestigio de la institución central del Estado? ¿Se trata de gente antisistema, ácratas que buscan la destrucción del Estado? No: son nacionalistas, gente con un pie dentro y otro fuera, que respetan el Estado mientras les sirva a sus intereses, pero no dudan en cargárselo cuando no es así. Podríamos llamarles anarco-nacionalistas, pero el anarquismo me merece un respeto que me hace llamarles directamente matones.

Es el matonismo como método, tan caro al nacionalismo en general, y al fascismo en particular -doy por supuesto lo evidente: que el fascismo es una especie dentro del género nacionalismo-. Se trata de hacer ruido para evocar algo parecido a la unanimidad, estimular la bronca y el 'a por ellos' para provocar el miedo en el discrepante. Para eso, nada más eficaz que evocar una dignidad ofendida. Cuanto más digna y más ofendida, mejor. Más coartada para la bronca.

¿Por qué el matonismo, tan basto y antidemocrático, tan impresentable a los ojos del nacionalismo, resulta plausible? ¿Por qué son escasos los nacionalistas que antepongan la corrección democrática a su pasión nacional? ¿Por qué prefieren ganar, aunque sea haciendo trampa, a perder con juego limpio? Se me ocurre una razón: para ellos la nación es algo previo y absoluto y, por lo tanto, el juego democrático es sólo un camino. Así quedan justificados todos los atajos.

Los nacionalismos españoles -el español y los 'periféricos'- en el siglo XX han aprendido -¡por fin!- que el mejor camino es la democracia. El nacionalismo español, el del imperio hacia Dios, el de los cuarenta años de victoria, acabó en el ridículo más espantoso, con el culo al aire de los aires de la Historia. Los periféricos, que en su momento también tontearon con lo fascista y lo nazi, que tienen unas raíces negras de racismo y de superioridad étnica, en la dictadura aprendieron la dura lección de que la democracia es el único marco posible. Pero eso no quita que, para ellos, el marco democrático sea sólo instrumental. Ellos se deben a la Patria por encima de todo. La Patria, dicen, es anterior al Estado. Por eso, ya les va bien esa zona de penumbra donde, con tal de sacar tajada, se da por bueno el codazo, el ventajismo, la carrerilla, el 'pez al cuévano', el saltarse la cola -concierto económico-, el afrontar un juicio mientras las masas vociferan en la calle -banca catalana-, el chantaje del Majestic -Ley del catalán-.

Ahora toca la bronca al Tribunal Constitucional. Y para salirse con la suya no reparan en menudencias como la inviolabilidad de los tribunales, la división de poderes y el Estado de Derecho. Se están echando en falta más voces constitucionalistas, incluso las voces de los nacionalistas honestamente demócratas, que crean que la teórica ventaja del Estatut no vale la pena si el precio a pagar es una pérdida democrática.

domingo, 13 de diciembre de 2009

La foto de un catalanista antes de ir a votar.

Para el catalanismo hoy no es un domingo cualquiera. Hoy es día de votar a favor de la independencia de Catalunya. El catalanista se despierta con ilusión, cuando de repente un momento de lucidez le hace recordar que está dispuesto a ser un títere, un peón en una partida de fantoches en pos de una patochada. Mejor seguir durmiendo.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Libertad de veto


Arcadi Espada en Interviú

La próxima semana se vota el primer trámite de la ley que puede prohibir las tardes de toros en Cataluña. La decisión final no se conocerá, probablemente, hasta la primavera, pero esta votación de la semana próxima será muy indicativa. Alrededor de la votación hay muchas cuestiones de interés. Una, fundamental, es esta hipocresía flagrante de la libertad de voto a la que CiU y Psoe se han acogido. Sus diputados no estarán obligados a votar en razón de lo que dictamine la dirección del partido. Un modo interesante de eludir la única responsabilidad que cuenta en la política española, que es la responsabilidad de la marca. Tanto si el resultado es favorable a los defensores de los animales y a los perseguidores de los españoles, como si es contrario, convergentes y socialistas no sólo salvarán el alma sino la cartera. ¿Quién podrá pedirles cuentas, cuando han dado a los hombres la libertad de separarse de la marca? En los parlamentos dirigistas, como los españoles, la libertad de voto se ha convertido en un excepcional sistema de disimulo. Así, cuando a don José Montilla le interpelen por el resultado de la votación siempre podrá contestar: «No ha sido cosa del PSC, sino de los socialistas!» La práctica tiene, por último, una solemne ventaja: puede uno presumir en público de la libertad de voto mientras por dentro, y en conversaciones privadas, aprieta el dogal.

Me gustaría que el lector no viera en lo que antecede nada más que una meditación técnica. El fondo del asunto me trae sin cuidado. Yo voy a los toros y gusto de ellos como el que va de putas. O sea, sin presumir. Más bien como el adicto a un vicio poco confesable. Peco. Me gusta. No quiero bendición ninguna. Si no puedo ir a ver a José Tomas en Barcelona iré a verle a Madrid o al Puerto. O a Ceret, que tocan Els Segadors antes de que la corrida empiece. ¡Me importará a mí lo que hagan o dejen de hacer en la ciudad de los doce Apóstoles!

Sólo que me jode el retintín.

jueves, 10 de diciembre de 2009

El chiste de la dignidad de Cataluña


Jesús Royo en La Voz Libre.

¿Saben aquél que decía Dalí, citando al filósofo Pujols, que llegaría un día en el que los catalanes lo tendríamos todo pagado? Pues sí, iremos a cualquier parte del mundo y al pagar la cuenta, por ejemplo en un restaurante, nos dirán: "¡Ah!, ¿usted es catalán? Pues nada, no se preocupe, ya está pagado". Ser catalán es tan importante, tan digno, que todo el mundo debería sentirse pagado con nuestra presencia. Pues de eso va el chiste de la dignidad, la dignidad mancillada según el editorial colectivo de la prensa catalana.

Montilla -y todo el catalanismo transversal felizmente reinante- va diciendo que el Estatut es constitucional. Pero, ¿por qué? ¿Eso no tiene que decirlo el Tribunal Constitucional, que para eso lo tenemos y para eso lo pagamos? La respuesta del catalanismo es "porque lo ha hecho el parlamento y lo ha ratificado el pueblo catalán". Dan ganas de decir: "Ah, siendo así... no hace falta pasar por el TC. Seguro que si es catalán, es bueno. Y en todo caso, si el TC dijera que es malo, entonces el malo sería el TC". Como en el chiste.

¿Que los señores del TC son malos, hacen mal su trabajo, están manipulados y roncan por la noche? Bueno, ¿y quién no? ¿Qué no se podría decir de los políticos, los del legistativo y del ejecutivo? Si empezamos a deslegitimarnos unos a otros por ser de aquí o de allá, por tener genes godos o carolingios, por tener o no línea directa con el sentido de la historia, no acabaremos nunca. La autoridad de los jueces del TC no les viene por ser buenos chicos, sino por estar en el cargo que ocupan, y vale.

Por muy catalanes que seamos, nuestras leyes también deben pasar el trámite de la coherencia con la Constitución. Igual que hacen todos. Y pretender saltarse el control, por dignidad, suena a escaqueo. Y a escaqueo sospechoso. Como en aquellas películas de López Vázquez: "¡Oiga, que ésta es una casa muy seria!", y seguro que era un lupanar, y barato.

Pues eso, el espectáculo que está dando el Gobierno y la 'sociedad civil' catalana sí que es poco digno: es ridículo, cansino y cutre. No presumamos de virtudes, que luego salimos feos en la foto. En cuanto a mí, no quiero la dignidad de catalán: me basta con la dignidad de ser ciudadano libre. Lo de ser catalán ya es cosa mía y particular.

jueves, 3 de diciembre de 2009

La lengua de la enseñanza según el TC


Jesús Royo en La Voz Libre


La sentencia de diciembre de 1994 es la última intervención del Tribunal Constitucional (TC) sobre cuestiones de lengua. Se sometían tres artículos de la Ley de Normalización Lingüística y el resultado fue que los tres eran constitucionales -uno de ellos, con una interpretación restrictiva-. El nacionalismo celebró la sentencia como la convalidación de toda la política lingüística realizada y por realizar en el futuro. El impacto de tal sentencia supuso no volver a cuestionar ninguna ley lingüística: pasó todo el resto de la LNL y su aplicación -la inmersión lingüística, durísima, que, de acuerdo con la doctrina del TC, hubiera sido rechazada-, y la posterior Ley de Política Lingüística -la 'llei del Català'-, cuya impunidad entró en el paquete del pacto del Majestic entre Pujol y Aznar. Pero basta remitirse al texto de la sentencia para comprobar hasta qué punto la práctica lingüística de la escuela catalana y la pretensión del Estatut de convertir el catalán en lengua exclusiva chocan de frente con el marco constitucional. Veámoslo:

(II,6): “El régimen de cooficialidad lingüística establecido por la Constitución y los Estatutos de Autonomía presupone, no solo la coexistencia, sino la convivencia de ambas lenguas oficiales para preservar el bilingüismo en aquellas comunidades Autónomas que cuentan con una lengua propia. [Esta] situación (...) necesariamente conlleva (...) fomentar el conocimiento y asegurar la protección de ambas lenguas oficiales en el territorio de la Comunidad”.

(II,9B): "[De la Constitución y del Estatuto de Cataluña se deriva] el mandato para todos los poderes públicos, estatal y autonómico, de fomentar el conocimiento y garantizar el mutuo respeto y la protección de ambas lenguas oficiales en Cataluña”.

(II,10): Fundamenta la declaración de constitucionalidad en que “ninguna disposición de dicha Ley de Normalización Lingüística [LNL] excluye el empleo del castellano como lengua docente”. O sea, si estuviera excluido -como de hecho lo está- sí sería inconstitucional.

Ibídem: “[En la LNL se establece] un régimen de la enseñanza en el que el catalán y el castellano no sólo son objeto de estudio sino lengua docente en los distintos niveles educativos”.

Ibídem: “Es legítimo que el catalán, en atención al objetivo de la normalización lingüística de Cataluña, sea el centro de gravedad de este modelo de bilingüismo, siempre que ello no determine la exclusión del castellano como lengua docente”. Esta frase fue saludada como la validez de la prioridad del catalán en la escuela. Pero el inciso “en atención al objetivo de la normalización” supone una cláusula de provisionalidad. Más adelante lo aclara: “(...) lo que permitirá corregir situaciones de desequilibrio heredadas históricamente y excluir que dicha lengua -el catalán- ocupe una posición marginal o secundaria”. Eso significa que la prioridad -o sea, la discriminación positiva- no sería aceptable en un texto fundamental como el Estatut, que por naturaleza no debe atender a circunstancias transitorias.

Ibídem: “El precepto [14.2 de la LNL: los niños tienen derecho a recibir la primera enseñanza en su lengua habitual, ya sea ésta el catalán o el castellano] de ningún modo entraña la exclusión de una de las dos lenguas cooficiales en los niveles posteriores a la 'primera enseñanza' como lengua docente”. Se entiende que si entrañara tal exclusión, sí sería inconstitucional.

(II,11): “Aunque no exista un derecho a la libre opción de la lengua vehicular de la enseñanza, ello no implica que los ciudadanos carezcan de derecho alguno frente a los poderes públicos desde la perspectiva del derecho a la educación que el artículo 27 de la Constitución a todos garantiza. Máxime si las actuaciones de normalización lingüística vienen a incidir sobre un presupuesto tan esencial a dicho derecho fundamental como es la lengua en la que debe impartirse la educación”. Por lo visto, nada de esto vale para el actual Estatut.

(II,21): “[En cuanto a su constitucionalidad] ningún reproche puede merecer que en los centros docentes radicados en Cataluña la lengua catalana haya de ser vehículo de expresión normal tanto en las actividades internas como en las de proyección exterior (...) [ya que el] adjetivo normal sólo indica el carácter de lengua usual o habitual (...) [y] no entraña en modo alguno que el catalán haya de ser utilizado como lengua única en las relaciones de los ciudadanos con los centros docentes situados en Cataluña, ni de éstos con aquéllos, con el consiguiente desconocimiento o exclusión del castellano”. Exactamente al contrario de lo que se está haciendo.

Ibídem: “El derecho de las personas al uso de una lengua oficial [es] un derecho fundado en la Constitución”.

Ibídem: “El adjetivo normal [es decir, normal = no excepcional] que utiliza el art.20 de la LNL excluye la idea de deber o imposición [es decir, norma] que justificaría la duda sobre su constitucionalidad”.

Ibídem: “Los particulares [alumnos, padres y familiares] pueden usar la lengua de su elección en sus relaciones con los centros educativos”.

El párrafo final de los fundamentos jurídicos, justo antes del fallo (II,21), como si pretendiera remitirse a lo fundamental, al espíritu de la ley, nos da la clave de la actitud con que el TC interpretó los tres artículos de la LNL como constitucionales: lo hizo para proteger al catalán de una hipotética situación de inferioridad respecto a su categoría de lengua oficial y usual en la sociedad. Porque la escuela debe adaptarse al entorno al que sirve. Dice, textualmente: “Basta observar que si el catalán es lengua cooficial en Cataluña y lengua usual en la sociedad catalana, difícilmente cabe imputar al Centro docente, en atención al uso normal y habitual del catalán, la creación de un entorno que no es distinto al de la propia sociedad a la que sirve”. Intenten construir la frase sustituyendo 'catalán' por 'castellano', que también es lengua oficial y usual. Y compárenlo con la práctica escolar de hoy día en Cataluña -una escuela monolingüe contra un entorno bilingüe- y con la pretensión del Estatuto, artículo 6.1, igualmente alejado de la realidad social. Es evidente que estamos a muchos kilómetros de la Constitución.

martes, 1 de diciembre de 2009

El editorial de los tres mil millones de pesetas


La opinión de Juan Antonio Cordero en el Blog de Impulso Ciudadano.

http://www.impulsociudadano.es/2009/11/el-editorial-de-los-tres-mil-millones-de-pesetas/


Hace tan sólo unos días, en el Senado francés se presentó un proyecto de ley orientado a impedir que las empresas o grupos industriales con contratos o relaciones económicas significativas con la Administración pública pudieran controlar medios de comunicación (prensa, televisiones, radios) de carácter privado. El argumento (1) del proponente, el senador socialista David Assouline, se basaba en la defensa de la independencia de los medios de comunicación como pilar de la democracia, y en la imposibilidad de garantizar esa independencia de los medios cuando éstos o sus propietarios dependen en gran medida del poder político, ya sea a través de contratos industriales o de subvenciones y ayudas directas. En Francia, como en cualquier sociedad abierta, la independencia de los medios preocupa porque es considerada imprescindible para un sistema democrático robusto.

En Cataluña, la independencia de los medios también preocupa, aunque en un sentido ligeramente distinto: más que un bien a proteger, es un fenómeno del que recelar, al que se teme y se combate. Con un remarcable éxito, como no se privan de reconocer los responsables gubernamentales (“Podemos ayudar, pero sobre todo, podemos hundir un medio [de comunicación]”, decía el jefe de prensa de Jordi Pujol (2)). Si una ley similar a la que se ha discutido estos días en Francia hubiera sido aprobada en Cataluña, los catalanes nos habríamos levantado al día siguiente en medio de un ensordecedor silencio mediático; tal es el nivel de sumisión del llamado “espacio de comunicación catalán” respecto al poder autonómico. Nos habríamos quedado de repente, por no hablar más que de grandes diarios catalanes, sin La Vanguardia y sin Avui, sin El Periódico de Catalunya, sin El Punt. Más aún: nos habríamos quedado sin el editorial que tales medios, y otros con parecidas servidumbres, lanzaron al mundo el pasado jueves, 26 de noviembre.

Este editorial, que se tituló “La dignidad de Cataluña”, ha costado a los catalanes cerca de tres mil millones de pesetas. 17,6 millones de euros, si se prefiere. Ese es el dinero público que la Generalidad derramó el año pasado entre los diarios catalanes, fundamentalmente entre los más afines al nacionalismo (3). Ese es también el precio de la indignidad de Cataluña (sin comillas), al menos, de la Cataluña revelada que habla por boca de los famosos doce diarios en nombre de todos los catalanes. Una Cataluña que, en el mejor de los casos, representa al escaso 36% de los ciudadanos catalanes que apoyaron en las urnas el Estatuto de Autonomía de 2006, tras tres años de intenso bombardeo político-mediático; y en el peor, al puñado de familias que en el Principado trajinan y se reparten indistintamente el poder político, económico, mediático y el de la llamada “sociedad civil”, cuyo fresco más conseguido probablemente sea el de los detenidos en las operaciones Pretoria y Orfeó Català, Millet y Montull, Muñoz, Alavedra y Prenafreta. Una Cataluña que lleva viviendo treinta años (o más) del monopolio de las grandes palabras y de la exclusión sistemática de la mayoría de ciudadanos catalanes, y que ahora vuelve a impostar la voz para hablar en nombre de gente (los ciudadanos catalanes) a la que, como en la canción de Serrat, no tienen el gusto de conocer.

El editorial de los tres mil millones de pesetas. Como todas las cifras y titulares redondos, se imponen algunas aclaraciones. La primera es que, por supuesto, “La dignidad de Catalunya” no es el único pago de la prensa agraciada por los favores de la Generalitat a los conglomerados mediáticos catalanes; en realidad, la complacencia de los periódicos catalanes respecto al mando en plaza (tanto con socialistas como con convergentes), el gregarismo y la exclusión mediática de la oposición al turnismo catalán son fenómenos bien conocidos y han quedado en evidencia en muy numerosas ocasiones, aunque en pocas con el desparpajo con el que se muestra ahora. La segunda es que la cifra se refiere únicamente a subvenciones directas en un solo año, 2008 (el último del que hay cifras globales). Sí se conocen algunos datos de 2009 (4): 1,4 millones para el Punt (más de 4 euros de subvención por ejemplar vendido), 1,3 para El Periódico de Catalunya, 1,1 para el varias veces quebrado, y siempre rescatado a costa del erario público, diario Avui. Otros años el reparto ha sido aún más suculento (32 millones de euros en 2003). Y la subvención pura y simple no es, desde luego, la única forma de garantizarse la docilidad de los medios: hay otros instrumentos económicos (publicidad institucional, suscripciones colectivas de centros públicos, bibliotecas, etc.) o directamente para-policiales (listas negras gubernamentales, informes reservados de la Generalidad sobre el nivel de “afección” de medios y periodistas al régimen, por citar un par de ejemplos) de los que el nacionalismo gobernante ha hecho uso sin reparos para mantener la placidez de las aguas del oasis mediático catalán. El simple vistazo a las subvenciones directas anuales y sus mareantes magnitudes es, sin embargo, suficientemente revelador del sarcasmo que supone hablar de independencia y representatividad al referirse a la prensa catalana – y más en concreto a la prensa catalana que firma el editorial (no en vano la lista de medios más beneficiados por estas “ayudas” corresponde casi milimétricamente a la de agradecidos “abajofirmantes” del texto).

II

Conviene, por tanto, situar la iniciativa en su justa medida; y a los promotores declarados, en su justo lugar. Pese a la autocelebración nacionalista del mito de la “sociedad civil en marcha”, que sale en tromba en defensa del Estatuto catalán, lo cierto es que el ampuloso editorial tan sólo evidencia hasta qué punto los diarios catalanes (buena parte de ellos) se han convertido en obedientes terminales mediáticas del nacionalismo hegemónico. Y evidenciará, a través de sus fogosas adhesiones, hasta dónde llegan los tentáculos de un poder que emplea el dinero de todos en proteger los privilegios de unos pocos. Ni existe ni ha existido en Cataluña ninguna presión cívica o social a favor de la reforma estatutaria, porque ésta apareció desde el principio como una extravagancia ajena a las preocupaciones más importantes de los ciudadanos catalanes, impuesta por los intereses de una clase política carente de ideas y cuyo debate se ha prolongado agónicamente durante tres agotadores años (que han continuado después con parecida tónica) en los que se ha mezclado la irresponsabilidad con el tacticismo, la mezquindad con la torpeza y la frivolidad con el cinismo.

La reacción de los catalanes ante el penoso espectáculo dado por sus políticos en la legislatura estatutaria, y en sus infinitas derivaciones, es tan nítida que no hace falta ningún intérprete de su signo: la verdadera actitud de la verdadera sociedad civil catalana respecto al Estatuto, sus instigadores, sus artífices y sus cómplices se concretó en una abstención mayoritaria y récord, un respaldo sorprendentemente bajo en las urnas (habida cuenta de la unanimidad de la Cataluña oficial) y una desconfianza histórica hacia los partidos, los dirigentes y las instituciones autonómicas, que no ha hecho más que acrecentarse con las peripecias estatutarias posteriores. Si los responsables mediáticos estuvieran realmente preocupados por la “dignidad de Cataluña”, sea lo que sea tal cosa, harían bien en buscar noticias de su funeral en los archivos de esa época y pedir responsabilidades por su asesinato a los que hoy les pasan, complacidos, la mano por el lomo.

No es el caso, por supuesto. En lugar de ello, el storytelling puesto en marcha por Montilla, sus editorialistas de cabecera y, en general, la poliédrica maquinaria propagandística del nacionalismo ha invertido ingentes cantidades de audacia y creatividad en hacer pasar lo blanco por negro. Porque se requiere audacia para convertir el hastío generalizado de los catalanes con la clase política implicada en el Estatuto (Montilla a la cabeza); en una misteriosa “desafección” hacia España de la que Montilla es sumo sacerdote, y que irá a más (se dice) si los mismos políticos que han agotado la paciencia de los catalanes durante tres largos años no se salen con la suya en su chantaje a las instituciones del Estado. Hace falta valor para pretender que la sociedad catalana, que respaldó masivamente la Constitución Española (91% de votos a favor, 67% de participación) y se abstuvo también masivamente en el Estatuto de 2006 (78% de votos a favor, 49% de participación), va sin embargo a enfrentarse al TC por hacer su trabajo y poner a los políticos catalanes (y a sus necesarios cómplices en las cúpulas de los principales partidos nacionales) ante su propia responsabilidad, la de haber hecho perder a los catalanes una legislatura y media en conflictos identitarios que sólo interesan a quienes los atizan, la de haber azuzado frívolamente el enfrentamiento entre catalanes, con los demás españoles y con las instituciones del Estado para tapar una mediocridad tercermundista, especializada de utilizar el poder autonómico para dividir a los ciudadanos catalanes en lugar de velar por su cohesión y su progreso. Y hace falta descaro para llamar gravemente “sociedad civil” a lo que no es más que el embozo que emplean los partidos catalanistas para seguir marcando la agenda política cuando su descrédito y la “desafección” de los ciudadanos son demasiado acusados para poder hacerlo a cara descubierta.

No hay ninguna originalidad en el editorial único de las doce cabeceras. Todo suena a dicho y redicho, manoseado, gastado, vacío. Langue de bois (lengua de madera) en estado puro. Los lugares comunes, las medias verdades y las falsedades enteras, el empalagoso lloriqueo, las lágrimas de cocodrilo, los sofismas y las dulzonas amenazas veladas que arman el mensaje del artículo; si hay alguna novedad, es quizá la tosquedad y la falta de finezza de la maniobra orquestada por el conglomerado político-mediático nacionalista. Por eso mismo resulta agotador detenerse a rebatir una y otra vez las mismas falacias, tan pobremente argumentadas como es habitual, sólo porque al poder nacionalista, tan sobrado de medios como siempre, se le agotan las ideas, las razones y el propio futuro, y no se le ocurre nada mejor para alejar a sus fantasmas que subir el volumen y dejar sonar el mismo disco que lleva atronando los sufridos oídos de catalanes y no catalanes desde hace ya demasiados años.

Es agotador insistir en lo obvio contra lo obstinadamente tramposo, pero hay que hacerlo; porque si es grave que un medio de comunicación intoxique, aún lo es más que varios de ellos se pongan de acuerdo para lanzar sobre la sociedad catalana y española una cortina de tinta y humo con la que cubrir la retirada de una clase política que debería rendir cuentas por una vez ante los ciudadanos, en lugar de seguir jugando al escondite. Hay que reiterar, por ejemplo, que los catalanes pagamos impuestos exactamente igual que la inmensa mayoría de los demás ciudadanos españoles, y que el “privilegio foral” es en España una excepción que el nacionalismo querría convertir en norma, pero que otros desearíamos ver convertida en historia. Hay que insistir en que los catalanes nos enfrentamos a la “internacionalización económica”, ciertamente, sin los cuantiosos efectos de la capitalidad de un Estado (en eso estamos como la inmensa mayoría de los demás españoles), pero con el lastre agregado de una política provinciana, reaccionaria, mezquina, excluyente y torpe que nos obliga a girar eternamente en la noria de la identidad, que constituye el verdadero y vergonzante “hecho diferencial catalán”, inédito más allá del Ebro: una política de la que la máxima expresión es precisamente el Estatuto de Autonomía que el TC sigue examinando, y de la que los máximos responsables no están en Madrid (como no sea por omisión), sino mucho más cerca. Hay que volver a decir que los catalanes no hablamos una lengua, sino dos; y que no aspiramos en modo alguno a que la lengua “sea amada” (allá cada cual con sus afectos), como empalagosamente pretende el editorial; sino que nos limitamos a exigir que ambas se respeten sin imponerse, porque esa y no otra es la “identidad catalana”, plural y bilingüe, que se protejan los derechos de los hablantes de una y otra lengua en lugar de excluir, como excluye el Estatuto y llevan excluyendo los políticos regionales desde el principio de la autonomía, a más de la mitad de los catalanes por hablar principalmente una lengua “impropia” que comparten con todos los demás españoles.

Hay que decir, sobre todo, que las pensamientos de los catalanes están “ante todo” en los mismos sitios que la de los españoles de otras regiones: en el impacto de la crisis en nuestras vidas, en la hipoteca, en los riesgos para el empleo, en la calidad de la educación, en la persistencia en Cataluña de desigualdades según dónde nazcas, dónde crezcas, qué hables. En el culto subvencionado a una patria que da miedo. En la desnaturalización de una democracia cuyo nombre se toma en vano para crear problemas nuevos y sacar tajada de los existentes, pero nunca para resolverlos; una democracia que se encoge ante cada avance de la tribu, de la intimidación y del chantaje que aguardan su turno en el caballo de Troya del Estatuto; una democracia que palidece ante el obsceno amancebamiento entre poderes, entre intereses públicos y privados, entre “políticos y periodistas”, como denunciaba recientemente Josep Cuní y ratifica el editorial de las doce cabezas. La dignidad de cada ciudadano de Cataluña es suya, personalísima e intransferible, y el grosero intento de instrumentalizarla y ponerla al servicio de intereses políticos particulares y perfectamente identificables revela una falta de escrúpulos por parte de los editorialistas que haría enrojecer a cualquier demócrata.

III

La carga en profundidad del editorial se condensa en sus tres últimos párrafos. Se presenta como una coacción en toda regla al Tribunal Constitucional, dentro del esquema clásico de la literaria confrontación entre una Cataluña felizmente pastoreada por los editorialistas y sus patrones, y una España unida en su ferocidad anticatalana. El nacionalismo cultiva con esmero esta imagen, este choque de trenes que sobrevuela todo el editorial. Tanto es así, que buena parte de la sociedad catalana y española, tanto la más comprensiva con el nacionalismo como la más beligerante, ha acabado asumiéndola.

Es, sin embargo, otra de las ficciones nacionalistas que han invadido el debate político catalán en las últimas décadas. El enfrentamiento ficticio entre Cataluña y España esconde una pugna entre catalanes; más concretamente, entre la voluntad excluyente, monopolística y uniformizadora del nacionalismo y la realidad plural, diversa y libre de una sociedad catalana dinámica y abierta que no se reduce a una sola lengua, que no se resigna al pensamiento único identitario, que se niega a vivir permanentemente entre la nostalgia, el resentimiento y el miedo y que no tiene necesidad de negar ni sus lazos con el resto de España, ni su propia pluralidad de ideologías, de identidades y de formas de vivir. El nacionalismo no puede aceptar esa pluralidad porque el monopolio del “ser” catalán es lo único que le impide aparecer ante la sociedad como lo que es, una estructura de poder sin más objetivo que la conservación de sus privilegios, la defensa de sus intereses de clase y la reproducción del puñado de familias que hacen y deshacen a la sombra de la bandera cuatribarrada… o de cualquier otra. Pero esa pluralidad existe y existe con naturalidad, como cualquiera que conozca Cataluña puede comprobar en la calle, en los comercios, en cualquier ámbito ajeno al entramado oficial catalanista. El conflicto entre la Cataluña que es y la Cataluña que el nacionalismo quiere que sea es insoslayable, y en realidad lleva soterrado, aunque latente, más de treinta años. Es ese conflicto el que explica que la sociedad catalana sea favorable a un sistema educativo bilingüe mientras la clase política nacionalista se empeña en diseñar una “sociedad civil” de cartón-piedra que defiende con disciplina militar la exclusión de la lengua mayoritaria de la educación. Es ese conflicto el que explica que los ciudadanos se consideren sin problemas catalanes y españoles (como reconoce amargamente el líder del primer partido –nacionalista– catalán, Artur Mas (5)), mientras los líderes políticos oscilan entre la amenaza y el fomento de la identidad catalana construida sobre la negación de España. Es ese conflicto el que explica por qué, en definitiva, la furia desesperada del establishment catalán, que moviliza todos sus cartuchos a favor de un Estatuto de Autonomía manifiestamente inconstitucional, contrasta tan vivamente con la indiferencia de una ciudadanía que ni lo deseaba, ni lo consideró relevante, ni se preocupó de votarlo, ni desde luego moverá un dedo para salvarlo de nada. A lo sumo, lo moverá, si el TC hace su trabajo, para felicitarse discretamente por el final de la alocada carrera a ningún sitio que ha supuesto la reforma estatutaria y volver tranquilamente al trabajo.

IV

Pese a todos sus recursos económicos, políticos y mediáticos, pese a la enorme cantidad de ficciones que se pueden construir desde los despachos oficiales del poder autonómico, pese a las “sociedades civiles” más o menos fantasmales que se pueden invocar para que acudan al rescate de sus derrapes identitarios, el nacionalismo hegemónico, ese que se mueve como pez en el agua igual en partidos, sindicatos y patronales, en los pasillos del Parlament y de los palacios de la Plaza San Jaime, en las escalinatas del Palau de la Música o en las redacciones de los grandes periódicos, radios y televisiones; ese nacionalismo es consciente de que en la pugna que sostienen sus ensoñaciones fantasmagóricas contra la sociedad de ciudadanos de carne y hueso, la realidad y su espontánea diversidad tienen el futuro de su parte y todas las de ganar. Por eso recurren, por eso han recurrido históricamente a las instituciones del Estado para que Madrid apuntale una posición que están muy lejos de tener garantizada en Cataluña. Y los grandes partidos nacionales se han prestado a ello: a cambio de diferentes prebendas y favores, la clase política nacional ha preferido proteger el imperio del nacionalismo en Cataluña y validar su estrategia de exclusión y homogenización social. “Pacta sunt servanda”, recuerdan quejosos los editorialistas: éstos son los misteriosos “pactos profundos que han hecho posibles los 30 años más virtuosos de la historia de España” que el editorial agita ante el TC. Unos pactos que no tienen, por supuesto, nada que ver con el gran Pacto cívico entre ciudadanos que dio lugar a la Constitución de 1978, contra el que el Estatuto y toda la estrategia nacionalista atenta con ostentación y jactancia; sino más bien con el cínico reparto de influencias entre dos oligarquías políticas que prometen no interferir en los negocios del otro e ir a medias en los beneficios.

El nacionalismo vuelve a pedir ayuda al Tribunal Constitucional. De forma desabrida y altisonante, con esa insidiosa combinación de zalamería e intimidación que tan bien maneja el catalanismo cuando trata con “Madrid”; pero vuelve a pedir ayuda para que el máximo intérprete de la Constitución cierre los ojos al despropósito que tiene ante sí y dé luz verde a un Estatuto de Autonomía que culmina la estrategia de erradicación o invisibilización de la pluralidad catalana, de exclusión de las identidades no nacionalistas en Cataluña, de marginación de la lengua propia de la mayoría de ciudadanos catalanes, de silenciación de la disidencia, de asfixia de la Cataluña libre y mestiza que late en la calle en beneficio de la Cataluña pequeña, tristemente pura, que han diseñado en los despachos. El TC no tiene que valorar si acepta o no las demandas anticonstitucionales de Cataluña; si no, más bien, si toma o no toma partido a favor de la oligarquía nacionalista que habla desde hace décadas en nombre de Cataluña, que desde hace décadas se sirve de ella (de sus ciudadanos) y desde hace décadas conspira contra su diversidad, sangra sus recursos (humanos y materiales), penaliza la discrepancia y excluye al discrepante, boicotea su progreso y busca la manera de hacerla encajar en sus rígidas fantasías.

Hay un solo punto en el que el editorial de las doce cabezas tiene razón: el reto que el Tribunal Constitucional tiene ante sí no se limita a resolver el recurso de un partido político contra una ley orgánica. El sistema constitucional español y su jerarquía normativa, la viabilidad del Estado autonómico y la vigencia de los principios clásicos de imperio de la ley, igualdad de los ciudadanos y no-discriminación dependen en buena medida de este fallo. Pero la sentencia, vista desde Cataluña, tiene otra implicación. La propuesta-exigencia del editorial es que todos esos principios se guarden en un cajón al tratar del Estatuto, y que éste sea validado por el TC como fruto de un pacto político entre el nacionalismo y la clase política española que está por encima de cualquier otra consideración. Lo que equivale a alinear definitivamente al TC, y con él al conjunto de las instituciones constitucionales, en la trinchera de un nacionalismo y un entramado político-mediático cada vez más alejados de los ciudadanos de Cataluña, de sus aspiraciones, de sus prioridades y de sus esperanzas.

La “desafección” se hizo famosa a raíz de unas declaraciones de José Montilla. Aunque no en el sentido que le quiso dar, la “desafección” es un fenómeno real en Cataluña: se concreta en la brecha creciente que se está abriendo entre ciudadanos catalanes y poder autonómico, que ha crecido en los últimos años hasta niveles realmente preocupantes y que tuvo su culminación en el desencuentro entre ciudadanía y clase política a cuenta precisamente del Estatuto. Al Tribunal Constitucional le corresponde, en buena parte, atajar esa desafección y restablecer el principio de realidad que el Estatuto ha intentado disolver, o bien agravarla y extenderla no sólo al conglomerado de intereses políticos, económicos y mediáticos que operan a nivel autonómico, sino también al núcleo del Pacto Constitucional y a las instituciones del Estado que de él se derivan.